El violinista

Diez

Saqué mi violín del sitio donde Emilio lo ocultaba, con tal violencia que tiré al piso algunas cosas que reposaban sobre él. Cerré una mano alrededor del mango y con la otra acaricié la parte de atrás. Deseaba tanto volver a tocarlo... Volví a sentirme como en Georgia luego de cualquier discusión con mis padres, cuando lo único que me levantaba el ánimo era escuchar la dulce música que interpretaba en él.      

En una ocasión compuse una pieza dedicada a Renata. Cuando se la mostré a mi familia, me miraron como si acabara de asesinar a un cachorro y les estuviera mostrando al pobre animal con las vísceras de fuera mientras esbozaba una sonrisa. La tonada era lo más bello que había escuchado. En ella plasmada todo mi odio hacia esa pequeña prostituta. Claro que mis padres jamás lo habrían entendido o apreciado. En cambio, si Renata les hubiera modelado su último conjunto de lencería provocativa, mis padres le habrían hecho una ovación de pie y la incitarían a seguir utilizando ropas tan inapropiadas para seducir hombres a los que después les practicaría sexo oral.

       Sentí las cuerdas contra la palma de mi mano e imaginé lo maravilloso que sería poder volver a tocar ahora que había descargado toda la rabia en contra del gato muerto que yacía a mis pies.       Tomé el arco con la mano libre y acomodé el violín en la posición correcta para tocarlo una vez más. Sin embargo, al rozar el arco con las cuerdas pude escuchar un sonido semejante a un agudo chillido.

       ¿Estaba desafinado, o mi talento se había ido también en el accidente?

       Lo lancé lejos contra un muro y lo vi partirse en pedazos.

       Me recordó a mi vida.

       También yo había quedado destruido.

       Me pregunté en dónde estaría Emilio y cuándo volvería. La euforia que sentí al asesinar al felino empezaba a desvanecerse y volvía a sentirme miserable. Me acerqué a los restos de mi violín y los acaricié con la palma de mi mano. Habíamos pasado momentos grandiosos, y ya no quedaban más que recuerdos.

       Lo mismo pasaba conmigo. Los mejores años de mi vida habían quedado atrás. Me sentía como esos hombres ancianos que viven acompañados por cinco gatos y que recuerdan con melancolía lo que era su juventud. Era una especie de solterón a la que su ex novia había remplazado con su hermana menor. Un remedo de hombre que era considerada como un plato de segunda mesa por quien podría pasar como su mejor amigo.

       Era el hazmerreír de todos y estaba consciente de eso.

       Seguramente Emilio ya había alcanzado a Ethan y los demás. Quizá en ese momento ellos estaban riéndose a mis espaldas sobre mi expresión cuando Emilio dijo que prefería a Ethan por encima de mí.

       Ethan Colon debía ser la primera, pero...

       ¿Cómo alcanzaría su auto antes de que ellos salieran de Santa Barbara?

       Cuando Emilio volviera de su paseo esperaba encontrarme en el apartamento y no me dejaría en paz hasta que hubiésemos resuelto ese asunto. Me suplicaría con ojos llorosos que intentara salir adelante. Que superara todo ese odio, toda esa rabia, para volverme un miembro activo de la sociedad. Me besaría y al día siguiente estaríamos tranquilos como si nada hubiera pasado. No podía permitir que me tratara como a un niño. El actuaría como la madre que se pone de rodillas a la altura del pequeño, que lo toma por los hombros y le explica la lista de razones por las que no puede comprarle el juguete que el Niño tanto anhela.

       Sin darme cuenta, había caminado hasta la cocina y tenía en mis manos un afilado cuchillo para pan. Siempre me había gustado como lucían ese tipo de cuchillos. Pasé la yema de mi dedo índice por encima del filo y me provoqué un pequeño corte que comenzó a sangrar.