Once

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No tuve que preguntar lo que le ocurría, pues el empezó a hablar. Su voz se escuchaba entrecortada a causa del llanto. Lo que le estuviera pasando era demasiado como para contenerlo. No supe cómo fue que logró distraerme y hacer que me compadeciera de el. Me fue imposible matarlo en ese momento.

       Sentí...

      Sentí tanta lástima...

       —La única razón por la que te pedí que vinieras a Santa Barbara conmigo fue porque quería hacer algo por ti, Joaco... Sabía lo miserable que te sentías viviendo con tu familia y quise ayudarte a ser feliz para que superaras todo eso que te está haciendo daño, pero ahora me doy cuenta de que no puedo hacerlo.       Me miró.

       Sus ojos marron estaban anegados en lágrimas.

       —No es mi ayuda la que necesitas, Joaco. Lo que te hace falta es la intervención de un buen psicólogo.

       De todos los insultos existentes en el mundo, ¿tenía que decir eso precisamente?

       Pensé en responderle que lo único que necesitaba era clavar ese cuchillo en su garganta, pero me contuve y asentí con la cabeza como si aceptara lo que el estaba diciendo.

       —En ese caso creo que es mejor despedirnos —le dije, intentando parecer dolido.

       Algo que habría ayudado a mi actuación era suplicarle una disculpa por las molestias que había causado, pero aquello me pareció demasiado sobreactuado. Pretendí levantarme cuando el me volvió a tomar de la mano con tal fuerza que creí que jamás me soltaría.

       —Joacl, déjame ayudarte —suplicó.

       Aquella no era la súplica que esperaba, pero igual la dejé continuar.

       —Yo... Quisiera hacer esto por ti. Mi intención siempre fue ayudarte porque te quiero.

      Puse los ojos en blanco y aferré con más fuerza el mango del cuchillo.

       Mis dedos dolían tanto que sentí que se romperían en mil pedazos.

       Si existiera un premio Nobel para el mejor mentiroso, seguramente Emilio Osorio lo habría ganado. Ese perro doble cara pretendía hacerme creer que en serio me valoraba. No iba a caer en sus engaños. Nada de lo que dijera iba a hacerme cambiar de opinión. Sus lágrimas no me provocarían más lástima de la necesaria. La ira se erguía en mi interior figurándoseme a una cobra a punto de atacar.

       —Es por eso que te defendí de Camila, Elaine y Ethan. No podía soportar que pensaran esas cosas de ti, porque sé que no eres un monstruo. Pero ya no puedo más, Joaco...

       Me tomó la mano con más fuerza para hacer énfasis en su siguiente frase.

       —Si te vas a Georgia, al menos déjame buscar un buen psicólogo que te ayude. Cuando termines con la terapia, podrás volver aquí. Quizá entonces comprendas que nadie está en contra tuya y que tu hermana no es tan mala como tú piensas...

       —¡¡Cállate!!

       Sin darme cuenta, ya había clavado el cuchillo en su estómago.

       El gritó tan fuerte que no me habría sorprendido tener ya a la multitud de vecinos en el pasillo de afuera. Emilio hizo un esfuerzo por recuperar el aliento, la sangre brotaba a chorros de la herida y sus sollozos aumentaron el volumen hasta que comenzó a dificultársele la respiración.

       Tres veces apuñalé la misma herida mientras el seguía gritando.

       —¡Joaco...!

El violinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora