Veintitres

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Últimos capítulos!!!!

La casa de la familia Bondoni siempre se caracterizó por ser absurdamente grande y tener un aspecto rústico y colonial. Aparqué el auto en la acera y avancé por el sendero adoquinado que conducía a la puerta principal. No vi el auto de mis padres por ningún lado. Supuse que habían salido a alguna reunión y aún no regresaban. Era algo normal en ellos. Una vez al mes se veían con sus amigos y pasaban la noche entera en algún bar de Waycross para volver a la mañana del día siguiente.

Sabía, por experiencia, dónde se ocultaba la llave de emergencia.

Mi madre la ocultaba siempre entre sus bien cuidados rosales.

La tomé, no sin antes arrancar deliberadamente las flores y hacerlas añicos cuando vino aquél recuerdo a mi mente.

En una ocasión sucedió que, mientras intentaba ayudar con la jardinería, pisé accidentalmente los rosales que recién empezaban a crecer. Mi madre se enfureció como si acabara de asesinar a alguien y luego de gritarme, y darme una palmada en el trasero como reprimenda, me envió a mi habitación sin dejar de gritar que yo era un bueno para nada.

Ver los rosales destruidos me hizo sentir que, de cierto modo, me había vengado de mi madre.

Solté una carcajada y entré por la puerta principal.

El silencio sepulcral se cernía sobre mí, estaba todo oscuro y tan sólo se escuchaba el sonido de las manecillas del reloj de péndulo que adornaba el pasillo del recibidor. Conocía la casa Bondoni como la palma de mi mano, así que pude moverme a tientas en la oscuridad sin problemas para dirigirme a la cocina. Guiándome sólo por el resplandor de la luna que se colaba por la ventana, avancé hasta el cajón donde mi madre guardaba los cuchillos. Aún llevaba mis tijeras en la mano, pero decidí reservarlas para el gran momento y las deslicé por el escote del vestido para ocultarlas debajo del terciopelo negro. Abrí el cajón y saqué un cuchillo para carne. El favorito de mi padre cuando se trataba de preparar carne asada al estilo Bondoni.

Aferré con fuerza el mango del cuchillo y me abrí camino por las escaleras que subían al piso superior donde se encontraban los dormitorios. No me importó hacer ruido con mis tacones mientras subía los peldaños de la escalera.

Era mi último asesinato, así que tenía que hacerlo bien.

La casa Bondoni me evocaba un torrente de recuerdos que tuve que silenciar para evitar perder la concentración. Tenía miedo de fallar o de mostrar debilidad si permitía que esas memorias se apoderaran de mí. Me detuve frente a la puerta de mi habitación y coloqué mi mano sobre el pomo de la puerta. Lo giré lentamente manteniendo la vaga esperanza de que al entrar encontraría una habitación vacía y olvidada, casi como si fuera un sitio radioactivo. La puerta rechinó cuando la empujé para abrirla y lo que vi en el interior de la habitación me dejó sin palabras.

La cama con dosel y mi amueblado rústico, viejo y polvoso, habían desaparecido para dar lugar a la habitación y el cuarto de juegos de Emily.

Tengo que admitir que cuando abrí la puerta esperaba ver mi habitación tal y como la recordaba, con todos y cada uno de esos detalles.

Incluso me habría gustado dejarme caer en la cama con dosel para escuchar el rechinido de los resortes del colchón. Las paredes, que antes habían estado tapizadas con un repugnante papel de color crema, ahora estaban pintadas con brillante pintura blanca y decorada con flores multicolor. El suelo seguía teniendo esa alfombra de color rojo que no hacía para nada juego con el tapiz de las paredes, pero se veía mucho más limpia y sin esa capa de polvo que siempre se acumulaba sobre ella pues yo había perdido el interés por limpiarla constantemente. Todo el amueblado tenía motivos coloridos e infantiles, de colores vivos y brillantes. Pude ver los dibujos de Emily pegados en la pared y sus muñecos de felpa estaban regados por todo el suelo.

Y ahí, al fondo de la habitación, estaba ella.

Emily estaba acurrucada en su cama. No era más que un pequeño bulto envuelto en un cobertor de color rosa. Su respiración era acompasada y no emitía ningún tipo de sonido.

Me acerqué lentamente, teniendo cuidado para no despertarla, y aferré con mucha más fuerza el mango del cuchillo que sostenía. Emily no representaba una amenaza para mí. Yo estaba ahí sólo por Renata, después de todo. Pero no podía controlar mis piernas y ellas me llevaron hasta donde mi hermana pequeña estaba descansando de un ajetreado día lleno de juegos, risas y felicidad. Me detuve junto a su cama y miré fijamente a la niña que ahí dormitaba.

Era muy parecida a mí en el físico. Tenía el cabello lacio, del mismo tono de castaño que el mío. El color de nuestras pieles era similar y ambos teníamos ojos miel. Durante los primeros años de vida de Emily, mi madre no dejaba de repetir que era idéntica a mí cuando tenía su edad.

Esos comentarios no deberían parecer tan malos, excepto por el hecho de que siempre añadía al final de su frase que esperaba que Emily no tuviera la desdicha de ser como yo. De nuevo la furia se apoderó de mí y cuando me di cuenta, ya tenía una mano extendida hacia Emily como si pretendiera sujetar su cuello para estrangularla.

Me detuve, sin embargo.

No podía hacerlo.

No podía herir a Emily.

Es imposible describir el aspecto que tenía ella en ese momento. Se veía tan dulce. Tan inocente. Tan indefensa. No podía pensar en hacerle daño. Emily no tenía la culpa de las malas andanzas de Renata. Tampoco era la culpable de que mis padres no quisieran brindarme un poco de su amor.

Yo quería algo diferente para Emily.

Busqué entre sus cajones durante cinco minutos, intentando no hacer ruido, hasta que finalmente encontré sus orejeras. Un recuerdo vino a mi mente cuando las sostuve en mis manos. Ella las había utilizado sólo en una ocasión para una obra escolar en la que interpretaría a un muñeco de nieve. Luego de su gran debut, Emily no se quitó las orejeras por un mes entero. Volví a donde ella dormía y me quedé pasmada cuando vi que había abierto los ojos. Su mirada aterrorizada estaba fija en el cuchillo que llevaba en la mano. Me acerqué y ella se quedó tiesa.

—Todo está bien —dije con un susurro—. Necesito que te quedes aquí y no salgas de la habitación.

—¿Qué vas a hacer con ese cuchillo? —preguntó con voz susurrante.

Supe que lloraría si no lograba tranquilizarla con una coartada convincente.

—Hay algo que tengo que hacer —dije y coloqué sus orejeras sobre su cabeza en un pueril intento de impedirle escuchar lo que acontecería en la casa. Una gran parte de mí quería evitar que mis planes la dejaran marcada de por vida—. ¿Puedes escucharme con eso puesto?

—Muy poco.

—Pase lo que pase, escuches lo que escuches, no salgas de esta habitación.

Emily asintió con la cabeza y volvió a acurrucarse bajo las sábanas presionando más las orejeras para eliminar todo sonido que pudiera llegar a escuchar. Le di un beso en la frente y me despedí de ella, susurrándole que me habría ido antes del amanecer. Ella asintió y cubrió por completo su cabeza con su cobertor.

Abandoné la habitación y cerré la puerta detrás de mí.

Me sentí orgulloso de mí mismo por no haber lastimado a mi pequeña hermana y entonces llegó esa pregunta a mi cabeza.

¿Por qué Renata no podía ser como ella?

El violinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora