Nueve

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Escuché el auto aparcarse cuando mis amigos volvieron. Yo me había hecho un ovillo en una esquina de la cocina y aún aferraba con fuerza el teléfono de Camila Pimentel con la mano derecha. Mi respiración no se había normalizado en ningún momento, aunque no podía tranquilizarme por más que lo intentara. No con Renata enviando mensajes de texto para Camila cada cinco minutos, exigiendo que le explicara por qué tenía yo su teléfono.  En tres ocasiones quise devolverle la llamada a mi hermana para insultarla como nunca se lo habría esperado. Pero no me atreví por miedo a saber la verdad. ¿Acaso Camila y Renata se veían a escondidas desde que yo salía con ella?      

Los celos me hicieron sentir estúpido.      
Camila no me importaba en lo más mínimo. Ni siquiera podía decir que estuviera enamorado de ella.

       Pero, ¿qué tenía Renata que no tuviera yo? ¿Por qué Camila Pimentel la encontraba más atractiva a ella que a mí? ¿Qué había de especial en esa pequeña prostituta?

       Sonreí ante la idea de que Camila la prefería porque Renata no necesitaba embriagarse para hacer el amor. Quizá era eso. Renata debió darle sexo oral en la primera cita.

      Las estridentes risas de Emilio se apagaron cuando se encontraban tras la puerta de entrada.

       Me mantuve alerta.

       Escuchaba los susurros de un hombre de edad avanzada que identifiqué como el vecino del departamento que teníamos a la derecha. Era un sujeto regordete y de cabello canoso. Vivía solo y en ocasiones nos daba comida gratis que era demasiada para él. Al parecer, su familia lo había olvidado. En varias ocasiones lo había escuchado gritarle a una persona desde su apartamento. Reclamaba que se sentía muy sólo y luego lanzaba contra la pared un pequeño proyectil que debía ser un teléfono.

       Emilio y los otros estaban conversando con él acerca de lo acontecido con la vecina entrometida.      

—Pagaré por los gastos médicos —aseguró Emilio en voz alta y escuché los pasos del anciano que se dirigía a su propio apartamento.

       Se hizo el silencio por dos minutos hasta que al fin abrieron la puerta y entraron a nuestro apartamento. Me mantuve quieto en mi lugar mientras Ethan, Elaine y Camila entraban dando grandes zancadas hasta el fondo de la habitación donde habían dejado su equipaje. Emilio les suplicaba que no se fueran. Decía que todo era un malentendido. Un accidente.

       —¡Sólo hemos venido a verte a ti, Emilio! —Exclamó Elaine enfurecida—. ¡Joaquin está demente! ¡No vamos a pasar ni un minuto más bajo el mismo techo!

       Sonreí.

       Elaine no tenía idea de lo demente que podía ser.

       Escuché la voz quebradiza de Emilio. Estaba llorando.

       —¡Por favor, esperen un momento! —Decía—. ¡Puedo controlar a Joaco! ¡El no es un peligro para nosotros!

       ¿Un peligro?

       Escuchar aquello me hizo sentir extraño.

       Ellos me consideraban un monstruo. Seguramente nunca les había agradado del todo y el pequeño incidente que les comentó el anciano sólo había terminado de detonar el hecho de que pensaran cosas tan terribles y extremistas. Sentí el impulso de tomar un cuchillo y salir a paso lento de la cocina, dirigirme a ellos con el cuchillo en alto y fingir que los asesinaría.

       Aquello sin duda calificaría como ser un peligro.

       —¡Nos vamos, Emilio! —dijo Camila decidida.

El violinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora