Veinte

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Aparqué el auto en el lote baldío, en L Street. Conduje con tanta velocidad que me sorprendió no haber recibido una infracción por exceso de velocidad. Por un segundo imaginé que, si un oficial de tránsito pretendía detenerme, sólo le cortaría la vena yugular con mi cuchillo y me daría a la fuga.

       Mi nuevo plan consistía en asesinar a Elaine y a Camila juntas, pero no soporté los sollozos e improperios que soltaba Elaine mientras intentaba parar el sangrado de su rodilla. Así que tuve que cortar su cuello de lado a lado.

       El auto estaba hecho un vil desastre.

       ¿No podían ser más aseados a la hora de morir?

       ¿Siempre tenían que salpicar sangre?

       Tuve que limpiar un poco la ventanilla del lado del copiloto pues en su intento por escapar. Elaine dejó marcada su huella con sangre. También a él le corté sus manos. Y no sólo eso. Me encargué de cercenar también un trozo de piel en su brazo derecho en el que lucía un tatuaje de su nombre escrito con letras cursivas. Sería imposible explicar el éxtasis que sentí al escucharlo gritar. Dejé sus manos, el trozo de piel con el tatuaje y sus globos oculares sobre su regazo.

       Apagué el motor y salí del auto aprovechando la oscuridad de la noche.

       Miré la hora en el teléfono de Emilio.

       Eran las tres de la mañana.

       La casa de Camila estaba frente a mí, así que comencé a calcular tiempos. Si asesinaba a Camila rápidamente, podía llegar a la casa de mis padres en menos de cinco minutos. Dejé las llaves del auto puestas y tomé solamente mis tijeras antes de avanzar a la casa de Camila. Me aseguré de no manipular los cuchillos sin los guantes, pues los dejé encajados en el cuello y el estómago de Elaine. No quería dejar huellas ni evidencia que apuntara a que yo había conducido ese vehículo.

       Camila vivía en una casa de dos plantas cuya fachada era de color azul. Sabía que vivía sola y eso era muy conveniente para mí. Las luces estaban apagadas, así que supuse que Camila debía estar durmiendo.

       No fue difícil entrar a la casa.

       Sabía que Camila guardaba una llave de repuesto debajo del tapete de bienvenida de la entrada y había otro respaldo oculto debajo del bote de basura. Tomé la llave que estaba debajo del tapete y la introduje en la cerradura.

       La puerta se abrió con un rechinido, pero no me importó. Sabía que Camila tenía el sueño bastante pesado y que dormía en el sótano. Ni aunque hubiera derribado la puerta de una patada habría logrado despertarla. Cerré la puerta detrás de mí y avancé por la estancia. La habitación estaba sumida en la oscuridad.

       Todo el amueblado era de segunda mano y comprado en mercadillos de pulgas donde había compradores dispuestos a canjear un sofá viejo a cambio de uno en mejores condiciones. Nunca entendí cómo hacía Camila para conseguir tratos tan buenos, yo habría exigido que se me pagara con dinero en efectivo si hubiera estado en el lugar de los vendedores.

       El lugar apestaba a alcohol y nicotina.

       En la mesa de centro frente al televisor pude ver una pizza a medio terminar y un paquete abierto de cocaína.

       Camila era estúpida. ¿Por qué exhibía sus vicios de esa manera? Bien pudo haber tomado un puñado de droga y enmarcarla para que todas sus visitas la vieran.

       Conocía a la perfección ese sitio, así que pude moverme sin problemas.

       Aunque sabía que el dormitorio de Camila estaba en el sótano, revisé cada rincón de la casa para asegurarme de que no había nadie más. Conocía a Camila lo suficiente para saber que no acostumbraba a invitar hombres a su casa para pasar la noche pues prefería estar solo. Incluso cuando fornicábamos, me enviaba a mi casa, aunque fueran altas horas de la madrugada para que él pudiera dormir sin compartir su cama con nadie más.

       Entré al cuarto de baño y arrugué la nariz ante las condiciones en las que se encontraba. Un baño público era mucho más aseado que semejante sitio lleno de suciedad. Asqueada, salí y seguí registrando las habitaciones hasta que llegué al sótano. Abrí la puerta que conducía a su dormitorio y bajé las escaleras cuidando de no hacer ruido. Los peldaños crujían bajo mis pies y se confundían con el rechinido que soltaban los resortes de su colchón. Levanté las tijeras para dejarlas caer sobre él si se acercaba demasiado, pero cuando lo vi me di cuenta de que estaba profundamente dormido.

       Camila estaba boca abajo en su cama.

       Tenía el torso desnudo y la mitad inferior de su cuerpo estaba cubierta con un cobertor de color gris. Abrazaba una almohada y respiraba acompasadamente.

       No podía ser más fácil.

       Me acerqué lentamente a él y mantuve las tijeras en alto.

       Se aceleró mi respiración. Igual que cuando planeé asesinar a Emilio, sentí que no era suficiente apuñalarlo. Él había significado algo para mí.

       Quizá no fue mi primer amor, pero sí había sido mi pareja. Necesitaba conseguir algunas respuestas antes de hundir mis tijeras en su corazón.

       Podía tomarme un par de minutos más.

       Así que me recosté a su lado y la desperté dándole una caricia en la mejilla.

       Camila abrió los ojos y me miró de la misma forma que habría hecho si se hubiera topado con un fantasma.

El violinistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora