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No estaba seguro de cómo había resultado mi primer día, porque había estado consciente únicamente los diez minutos iniciales de la clase

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No estaba seguro de cómo había resultado mi primer día, porque había estado consciente únicamente los diez minutos iniciales de la clase. Durante ese tiempo todo había ido bien. La profesora se presentó como imaginé que lo haría, alardeando de sus títulos y méritos, y luego escogió a algunos estudiantes al azar para hacerles preguntas cortas y protocolarias como: cuáles era sus nombres, qué los había llevado a decidir que querían dedicarse a la literatura...

Escuchó sus respuestas pacientemente y no demoró ni un segundo más para dedicarse a la clase que tenía preparada.

Yo sabía en lo que me había metido desde el momento en el que llené los papeles de inscripción. Desde pequeño, mucho antes de conocer a Sean, mi única compañía en casa cuando mi madre se encontraba afuera habían sido los libros. Tenía una especie de "lazo" con ellos, (uno vergonzosamente parecido al de aquella princesa de Disney que se enamora de una bestia), por lo que dedicarme a la literatura fue el siguiente paso natural.

Sin embargo, no había estado listo mentalmente para oír un análisis sobre el guión de teatro de Peter Pan. Tan solo bastó con que la profesora mencionara el nombre de aquel personaje para conseguir que mi mente se desviara de la clase, sumiéndose en sus propios y enroscados pensamientos.

No había leído el guión de la obra, y solo había visto sus películas una vez hace muchísimo tiempo, (porque me sentía extrañamente atraído por Wendy), pero más allá de eso, no me consideraba un gran fan de Peter Pan. Sin embargo, mentiría si dijera que no me sentía identificado, al menos, con el mundo que lo rodea. El país de Nunca Jamás. El hogar de los niños huérfanos o abandonados por sus padres...

Sí. Sabía de eso. Podía ponerme en los zapatos de cualquiera de ellos y sentirme totalmente a gusto, porque los entendía. Porque yo era como ellos.

Un niño perdido de Nunca Jamás.

Mientras la profesora y los alumnos más activos discutían sobre temas relacionados, yo me ahogaba en mi propio mundo de inquietudes, preguntándome una y otra vez si aquellos niños perdidos eran encontrados en algún momento.

Y no había podido quitármelo de la cabeza.

Por eso ahora, a pesar de que eran más de las dos de la mañana, me encontraba en las afueras de la casa de Sean, buscando el consuelo que la silenciosa compañía de mi amigo siempre me regalaba. Cuando éramos tan solo unos niños de apenas siete años, habíamos hecho la promesa de que sin importar: qué, dónde o cuándo, podríamos acudir al otro si lo necesitábamos. Y nuestro acuerdo no se había visto alterado por el paso de los años.

Con el mayor sigilo posible, corrí la maceta que descansaba al lado de la puerta principal y recogí el llavero que estaba oculto en el suelo, aquel que la familia Anderson utilizaba en caso de emergencias. Me relajé al rozar la superficie de la llave y abrí la puerta.

Suspiré cuando el calor del interior me recibió. Afuera la noche era fresca, por lo que no pude evitar sentirme a gusto en la sala de estar de Sean. Siempre había adorado su casa. Debido a las ganancias que la universidad les otorgaba, el hogar de la familia Anderson era de esos que solían aparecer en las portadas de las revistas de arquitectura. Amplio, pulcro y totalmente acogedor.

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