14. LA PIJAMADA

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《• Elizabeth White •》

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《• Elizabeth White •》


Estar sola en casa y con castigo no era tan malo si podía ver TV y tenia mi celular. Lo que me aburría era tener que estar en silencio sola, mientras posiblemente la mayoría de adolescentes estaban disfrutando su noche y su fin de semana.

En la TV no había nada bueno, solo algunas novelas y películas que no eran de mi interés. Quería hacer algo, pero digamos que tampoco quería extender mi castigo.

Mi perro era mi única compañía en este momento de soledad, no entendía como él podía estar todos los días en casa sin siquiera mordernos de desesperación o algo. Yo en su lugar ya habría tratado de fugarme.

Era una noche calmada, extrañaba a mis amigos y a... él. Quería verlos, quería distraerme, esto de estar solamente hablando con ellos por teléfono no era suficiente. Los quería presentes. Elías había venido algunas veces a hacerme una corta visita, decía que le daba lástima verme como prisionera.

Seguía cambiando los canales rápidamente al no ver nada interesante y después de un rato mi dedo dolía.
Suspiré pesadamente y me dejé caer en el sillón, estaba a punto de dormir cuando alguien llamó a la puerta.

Me levanté rápido y caminé hasta llegar allí y poder abrir. Al ver a mi amiga frente a mi, sonreí abiertamente y ella igual.

—¡Hola! — saludé con entusiasmo.

Ella me abrazó y yo le devolví el abrazo ejerciendo un poco de fuerza. Agradecía que hubiese aparecido para sacarme de mi soledad.

—Querida, el rubio oxigenado me dijo que estabas castigada —dijo abrasándome y yo reí—. Ven, salgamos.

Separó el abrazo para tomarme de la mano e invitarme a ir afuera. La detuve y la miré incrédula. Ella me miró confundida.

—Acabas de decir castigada y salgamos en la misma oración.

—Ah, cierto. Entonces entremos —propuso.

Negué con diversión y asentí. Entramos a mi casa y cerré la puerta detrás de ella. Fuimos a la sala y nos sentamos en el mueble, subí las piernas a este hasta quedar sentada como flor de loto y ella estiró sus pies y los puso sobre la mesita de al frente. Que confianza.

—Llegaste en el mejor momento —avisé.

Ella volteó a verme y sonrió.

—Así soy yo, salvando las vidas desdichadas —habló orgullosa.

Yo reí, y ella me siguió. Ambas dirigimos la vista a nuestra nueva compañía sentada a mi lado.

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