»of funerals and goodbyes

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«»                    Los cabellos castaños se esparcían alrededor de su cabeza como un pequeño aro, descansando en cortas ondulaciones oscuras sobre las pieles claras y blancas en las que Helena había sido puesta con anterioridad. Su piel fría y pálida había sido lavada y limpiada con sumo cuidado, quitando cualquier rastro de suciedad y sangre que horas antes habían pintado su anatomía en bruscas salpicadas.

Tenía los ojos cerrados y la expresión en su joven rostro era pacífica, pues no guardaba ninguna tensión o molestia. De hecho, parecía tan cómoda que, si no fuera porque Arthur había presenciado su muerte y cargado su cuerpo inerte entre sus brazos, el pobre sería capaz de convencerse de que el amor de su vida solo dormía plácidamente y que pronto abriría sus grandes ojos pardos para observarlo siquiera una última vez.

Pero esa no era una cama cualquiera y ese día parecía existir solo para que se realizaran los funerales correspondientes, entre ellos, el de la elemental, quien yacía cual reina fallecida en el interior del salón del trono. Estaba pronta a ser trasladada a un ataúd. Aquello había sido petición del rey nacido, negándose a llevar su cuerpo con los demás y quemarlo como era el ritual funerario. No. Helena no era una más del montón; era su vida, su esperanza y su felicidad, ahora se tenía que despedir para siempre.

El ojiazul pasó sus orbes por las facciones de la fémina, sabiendo de antemano qué encontraría antes de que su mirada se posara sobre cada centímetro de piel y familiar rasgo que quería recorrer una vez más antes de tener que alejarse. Su mano izquierda, tan temblorosa y cuidadosa, se posó con infinito cariño sobre la coronilla de Helena, para luego ir sintiendo los cabellos enredarse entre sus dedos a medida que los deslizaba entre las hebras. Luego centró su atención en el brillante broche familiar que relucía con orgullo, tejido sobre la blanca tela del vestido que ella llevaba puesto, sobre su hombro izquierdo. Las manos de la elemental estaban posadas encima de su abdomen, una sobre la otra y bajo ellas estaba la daga Silverstone, brillando en un potente dorado gracias a los rayos del sol que acariciaban la figura de la mujer.

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