Capítulo Cinco

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Terry gruñó cuando impactó con el suelo, sintiendo el golpe en cada hueso, cada músculo y cada pelo de su cuerpo.

Medio segundo después, Candy  cayó encima de él y pareció un saco de patatas con muy buena puntería.

El cerró los ojos y se preguntó si algún día podría tener hijos, incluso si algún día querría intentarlo.

– ¡Ay! -exclamó ella mientras se frotaba el hombro.

A él le habría gustado responder, preferiblemente con algo sarcástico, pero no podía hablar. Le dolían tanto las costillas que estaba convencido de que se le romperían si intentaba decir algo. Después de lo que pareció una eternidad, ella rodó y se apartó, aunque antes su pequeño y puntiagudo codo localizó el tierno hueco debajo del riñón izquierdo.

– No puedo creer que no viera el surco -dijo Candy, con una mirada altanera, incluso sentada en el suelo.

Terry se planteó estrangularla. Se planteó ponerle un bozal. Incluso se planteó besarla para borrarle esa molesta expresión de la cara, pero, al final, se quedó en el suelo intentando recuperar la respiración.

– Incluso yo podría haber conducido el coche mejor que usted -continuó ella mientras se levantaba y se sacudía el polvo del vestido-. Espero que no haya roto la rueda. Repararlas es muy caro y quien se encarga de ello en Bellfield se pasa más horas ebrio que sobrio. Podría ir hasta Faversham, claro, pero no se lo recomiendo…

Terry emitió un gruñido agonizante a pesar de que no sabía qué le dolía más: las costillas, la cabeza o el sermón de Candy.

Ella se agachó a su lado, con la preocupación reflejada en la cara.

– No está herido, ¿verdad?

Él consiguió separar los labios y enseñar los dientes, aunque sólo el más optimista del mundo hubiera descrito aquello como una sonrisa.

– Estoy mejor que nunca -dijo con voz ronca.

– ¡Está herido! -exclamó Candy.

– No demasiado -consiguió decir él-. Sólo las costillas, la espalda y el… -empezó a toser.

– Madre mía -dijo ella-. Lo siento mucho. ¿Le he cortado la respiración cuando he caído encima de usted?

– Me la ha cortado hasta dentro de unos años.

Candy frunció el ceño mientras le tocaba la frente con la mano.

– Su voz no pinta nada bien. ¿Tiene fiebre?

– Por Dios, Candice, no tengo fiebre.

Ella apartó la mano y murmuró:

– Al menos, no ha perdido su amplio y variado vocabulario.

Con la voz emergiendo en forma de doloroso suspiro, Terry dijo:

– ¿Por qué siempre que estoy cerca de usted acabo lesionado?

– ¡Cuidado con lo que dice! -exclamó Candy-. No ha sido culpa mía. Yo no conducía. Y le aseguro que no tuve nada que ver con que se cayera de un árbol.

Terry no se molestó en responder. El único sonido que emitió fue un gemido cuando intentó incorporarse.

– Al menos, deje que le mire las heridas -dijo ella.

Él le lanzó una mirada de reojo que olía a sarcasmo.

– ¡Perfecto! -gritó ella, al tiempo que se levantaba y agitaba los brazos en el aire-. Cuídese usted mismo, entonces. Espero que la vuelta a casa sea maravillosa. ¿Qué son? ¿Diez, quince kilómetros?

ERES MI SOLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora