Capítulo Dieciséis

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Varias horas después, cuando Terry  se despertó, Candy todavía dormía, gracias a Dios. Sin embargo, la dosis de láudano que le había dado no dudaría mucho más, así que preparó otra para cuando se despertara. No sabía cuánto tiempo le seguirían doliendo las quemaduras, pero no iba a permitir que sufriera innecesariamente ni un segundo más. No podría soportar volver a oírla intentando contener las lágrimas de dolor.

Sencillamente, le partía el corazón.

Se tapó la boca para silenciar un bostezo mientras sus ojos se iban acostumbrando a la escasa luz de la habitación. Odiaba las últimas semanas de otoño, cuando los días se acortaban y el sol se ponía más temprano. Estaba impaciente por que llegara la calidez del verano, o incluso la brisa fresca de la primavera, y se preguntó qué aspecto tendría Candy en verano, con el sol en el cielo hasta que caía la noche. ¿La luz iluminaría de forma distinta su pelo? ¿Parecería más dorado? ¿O quizá más rubio? ¿O estaría igual, aunque más cálido?

Con esa idea en la cabeza, se acercó y le apartó un mechón de pelo de la frente, con cuidado de no rozar por accidente las manos vendadas. Estaba a punto de repetirlo cuando alguien llamó suavemente a la puerta. Terry se levantó y cruzó la habitación, haciendo una mueca ante el ruido de las botas cuando salió de la alfombra y pisó el suelo de madera. Se volvió hacia Candy y suspiró aliviado cuando vio que seguía durmiendo plácidamente.

Abrió la puerta y vio a Dayana, que estaba en el pasillo mordiéndose el labio y retorciéndose las manos. Tenía los ojos tan rojos e hinchados que hasta Terry se dio cuenta, incluso bajo la escasa luz de las velas que iluminaban el pasillo, que no tenía ventanas.

– Terry -dijo la chica, hablando demasiado alto-. Tengo que…

Él se acercó un dedo a los labios, salió al pasillo y cerró la puerta tras él. Y entonces, para mayor aturdimiento de Dayana, se sentó.

– ¿Qué haces?

– Me quito las botas. No tengo paciencia para localizar a mi asistente para que me ayude.

– Oh -ella lo miró, obviamente desconcertada sobre cómo proceder. Puede que Terry fuera su primo, pero también era Duque, y nadie solía mirar a un Duque desde arriba.

– ¿Querías hablar conmigo? -le preguntó él mientras agarraba el talón de la bota izquierda.

– Eh…, sí. Bueno, en realidad quiero hablar con Candy. -Dayana tragó saliva de forma convulsiva. Ese gesto parecía agitar todo su cuerpo-. ¿Está despierta?

– No, gracias a Dios, y pienso administrarle otra dosis de láudano en cuanto despierte.

– Claro. Debe de dolerle mucho.

– Sí. Le han salido ampollas en la piel y, seguramente, le quedarán cicatrices para siempre. Dayana se estremeció.

– Yo también me quemé una vez. Con una vela, y me dolió mucho. Candy ni siquiera ha gritado. Debe de ser muy fuerte.

Terry hizo una pausa en su esfuerzo por quitarse la bota derecha.

– Sí -dijo con delicadeza-, lo es. Más de lo que jamás hubiera imaginado.

La chica se quedó callada un buen rato y al final dijo:

– ¿Podré hablar con ella cuando se despierte? Sé que quieres darle más láudano, pero tardará unos minutos en hacer efecto y…

– Dayana -la interrumpió Terry-, ¿no puedes esperar hasta mañana?

Ella volvió a tragar saliva.

– No. De verdad que no.

Él la miró fijamente y no apartó la mirada ni siquiera cuando se puso de pie.

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