Capítulo Trece

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Dos días después, Candy creía que quería estrangular a la casa entera. A Maria, a Dayana, a su marido…, especialmente a su marido. De hecho, la única persona a la que no quería estrangular era Deisy, aunque seguramente porque la pobre sólo tenía seis años.

Su éxito con los arrendatarios había resultado ser una victoria efímera. Desde entonces, todo le había salido mal. Todo. Todos los de la casa la miraban como si fuera inepta. Y eso la volvía loca.

Algo nuevo moría en su invernadero cada día. Se había convertido en una enfermiza pesadilla: intentar adivinar qué rosal se había ido a decorar el cielo cada mañana cuando entraba en el habitáculo.

Y luego estaba lo del asado de ternera que había hecho para su marido para llevarle la contraria cuando le había dicho que las Duquesas no sabían cocinar. Estaba tan salado que Terry no habría podido ocultar la mala cara aunque lo hubiera intentado. Pero no lo hizo. Cosa que la irritó todavía más.

Candy tuvo que tirar toda la olla. Y ni siquiera los cerdos se lo comieron.

– Estoy seguro de que quisiste sazonarlo correctamente -dijo Terry mientras todos los demás tenían arcadas.

– Claro -dijo Candy, apretando los dientes, maravillada de que todavía no se hubieran convertido en polvo.

– Quizá has confundido la sal con otra especia.

– Sé qué es la sal -gritó ella.

– Candy -dijo Dayana, un poco demasiado dulce-, está claro que el asado está un poco salado. Tienes que admitirlo.

– Tú -exclamó Candy, señalando a la chica de catorce años con el dedo índice- deja de hablarme como si fuera una niña pequeña. Ya he tenido suficiente.

– No has debido de entenderme.

– Aquí sólo hay una cosa que entender, y una persona que tiene que entenderlo -a estas alturas, Candy prácticamente echaba fuego por la boca, y todos los de la mesa estaban boquiabiertos-. Me he casado con tu primo. Y da igual si no te gusta, da igual si a él no le gusta, y da igual si a mí no me gusta. Me he casado con él y punto.

Parecía que Dayana estaba a punto de responder ante aquella diatriba, de modo que Candy la interrumpió:

– La última vez que consulté las leyes de Inglaterra y de la Iglesia de Inglaterra, el matrimonio era permanente. Así que será mejor que te acostumbres a mi presencia en Gradchester House, porque no pienso irme a ningún sitio.

Terry había empezado a aplaudir, pero Candy todavía estaba demasiado furiosa con él por el comentario sobre la sal y le lanzó una mirada fulminante. Y luego, como estaba convencida de que si se que-daba un segundo más en el comedor haría daño a alguien, se marchó.

Sin embargo, su marido reaccionó con rapidez.

– ¡Candice, espera! -gritó.

En contra de su criterio, Candy se volvió, aunque no hasta que estuvo fuera del comedor, en el pasillo, donde nadie de la familia podría ver su humillación. Terry la había llamado Candice, y eso nunca era una buena señal.

– ¡Qué! -respondió, airada.

– Lo que has dicho en el comedor… -empezó a decir él.

– Sí, ya sé que debería estar arrepentida por haberle gritado a una niña, pero no lo estoy -dijo, desafiante-. Dayana ha estado haciendo todo lo posible por hacerme sentir incómoda en esta casa, y no me sorprendería que… -se calló porque se dio cuenta de que había estado a punto de decir que no le sorprendería que fuera Dayana quien había echado la sal al asado.

ERES MI SOLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora