Capítulo Ocho

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Para mayor sorpresa de Candy, la sala a la que Terry la llevó estaba realmente decorada en azul. Miró a su alrededor, los sofás azules, las cortinas azules..., y luego miró hacia el suelo, que estaba cubierto con una alfombra azul y blanca.

– ¿Tienes algo que decir en tu defensa? -le preguntó Terry.

Ella no dijo nada porque estaba momentáneamente maravillada por el dibujo de la alfombra.

– Candy -gruñó Terry.

La joven levantó la cabeza.

– ¿Cómo dices?

Terry parecía con ganas de sacudirla. Con fuerza.

– He dicho -repitió él-, si tienes algo que decir en tu defensa.

Ella parpadeó y respondió:

– La sala es azul.

Él se la quedó mirando, claramente sin saber qué responder.

– Pensaba que lo de la sala azul no lo decías en serio -explicó ella-. Pensaba que querías llevarme a cualquier lugar donde pudieras gritarme.

– Claro que quiero gritarte -gruñó él.

– Sí -ironizó ella-. Eso ya lo veo. Aunque debo admitir que no sé demasiado bien por qué...

– ¡Candice! -casi grito Terry-. ¡Tenías la cabeza en el horno!

– Claro -respondió ella-. Lo estaba arreglando. Me lo agradecerás cuando empieces a comer las tostadas en condiciones en el desayuno.

– No te lo agradeceré. Las tostadas no podrían importarme menos, y te prohíbo que vuelvas a entrar en la cocina. Candy se llevó las manos a las caderas.

– Milord, eres idiota.

– ¿Has visto alguna vez a alguien con el pelo ardiendo? -le preguntó Terry mientras le clavaba un dedo en el hombro-. ¿Lo has visto?

– Claro que no, pero...

– Yo sí, y no es algo agradable.

– Ya me lo imagino, pero...

– No sé lo que acabó provocando la muerte del pobre hombre, si las quemaduras o el dolor.

Candy tragó saliva mientras intentaba no visualizar el desastre. -Lo siento mucho por tu amigo, pero...

– Su mujer se volvió loca. Dijo que seguía oyendo sus gritos en sueños.

– ¡Terry!

– Santo Dios, no sabía que tener una mujer sería tan molesto. Y sólo llevamos casados un día.

– Estás siendo innecesariamente ofensivo. Y te aseguro que...

Él suspiró y miró al cielo mientras la interrumpía:

– ¿Era esperar demasiado que mi vida siguiera tan pacífica como antes?

– ¿Me vas a dejar hablar? -gritó Candy al final.

Él se encogió de hombros como si nada.

– Adelante.

– No tienes que ser tan macabro -le dijo-. Llevo toda la vida arreglando hornos. Yo no crecí rodeada de criados y lujos. Si queríamos cenar, tenía que cocinar. Y si el horno se estropeaba, tenía que arreglarlo.

Terry se quedó pensativo, hizo una pausa y dijo:

– Te pido disculpas si en algún momento te he subestimado. No pretendía menospreciar tus talentos.

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