Capítulo Seis

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Al día siguiente, un mensajero trajo un paquete para Candy. Con curiosidad, desató las cuerdas y se detuvo cuando un sobre cayó al suelo. Se agachó, lo cogió y lo abrió:

Querida Candice:

Le ruego que acepte este regalo como muestra de mi estima y afecto. Estaba tan guapa de verde el otro día. He pensado que quizá le gustaría ponérselo para la boda.

Sinceramente, Grandchester

P.D.: Por favor, no se cubra el pelo.

Candy apenas pudo contener la emoción cuando sus dedos acariciaron el delicioso terciopelo. Apartó el papel y descubrió el vestido más bonito que había visto en su vida, y que nunca habría soñado que podría ponerse. Era de color verde esmeralda intenso y de corte sencillo, sin volantes ni adornos. Sabía que le iría como anillo al dedo.

Y, con un poco de suerte, el hombre que se lo había regalado también.

El día de la boda amaneció resplandeciente y despejado. Un carruaje vino a llevar a Candy, a su padre y a la señora Mery hasta Gradchester House, y Candy realmente se sintió como una princesa de cuento. El vestido, el carruaje, el increíblemente apuesto hombre que la esperaba al final del trayecto…; todo parecía el decorado perfecto para el cuento de hadas más glorioso.

La ceremonia iba a celebrarse en el salón formal de Grandchester House. El reverendo White se colocó en su sitio frente a Terry y luego, para diversión de todo el mundo, soltó un grito de consternación y salió del salón.

– Tengo que entregar a la novia -dijo antes de salir.

Y las risas continuaron cuando, siguiendo el texto que tenía memorizado, dijo:

– ¿Quién entrega a esta mujer? -y luego añadió-: En realidad, yo.

Sin embargo, esos momentos de ligereza no rebajaron el nerviosismo de Candy, que notó cómo todo su cuerpo se tensaba cuando su padre la invitó a decir «Sí quiero».

Sin poder casi respirar, miró al hombre que iba a convertirse en su marido. ¿Qué estaba haciendo? Si apenas lo conocía.

Miró a su padre, que la estaba mirando con una nostalgia impropia de él.

Se volvió hacia la señora Mary, que, por lo visto, había olvidado todos sus planes de utilizar a Candy como deshollinadora y se había pasado todo el trayecto hablando de cómo ella siempre había sabido que su «querida Candice se casaría con un excelente partido» y de su «querido yerno, el Duque».

– Sí quiero -dijo Candy-. Sí que quiero.

A su lado, notó cómo Terry se sacudía de la risa.

Y entonces, él le deslizó un impresionante anillo de oro en el dedo anular de la mano izquierda y Candy se dio cuenta de que, ante los ojos de la Iglesia y de Inglaterra, ahora pertenecía al Duque de Grandchester. Para siempre.

Para una mujer que siempre había presumido de su coraje, notó que las rodillas le temblaban sospechosamente.

El señor White terminó la ceremonia y Terry se inclinó y dio un suave beso a Candy en los labios. Para cualquier observador, no fue más que un casto beso, pero ella notó cómo la lengua de su flamante marido le rozaba la comisura de los labios. Agotada por aquella caricia secreta, apenas tuvo tiempo de recuperar la compostura cuando Terry la tomó del brazo y la guió hasta un grupo de personas que ella había imaginado que serían sus familiares.

– No he tenido tiempo de invitar a toda mi familia -le dijo-, pero quiero que conozcas a mis primas. Te presento a la señora  Maria kleis,  -se volvió hacia las chicas y sonrió-. Dayana, Mily, Deisy, os presento a mi mujer, Candice, Duquesa de Grandchester.

ERES MI SOLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora