EPÍLOGO

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Seis meses y un día después, Candy era la mujer más feliz del mundo. Y no es que no lo fuera el día anterior, o el anterior, pero ese día era especial.

Estaba por fin segura de que Terry y ella iban a tener un hijo.

Su matrimonio, que había empezado casi como un accidente, se había convertido en algo verdaderamente mágico. Sus días estaban llenos de risas, las noches estaban llenas de pasión, y sus sueños, llenos de esperanzas y deseos.

Sin mencionar su invernadero, que estaba lleno de naranjas, gracias a los diligentes esfuerzos que Dayana y ella habían dedicado.

Candy se miró el abdomen maravillada. Era muy extraño que una nueva vida estuviera creciendo ahí dentro, que una persona que podría caminar, andar y tendría su nombre y sus ideas propios estuviera en su interior.

Sonrió. Ya imaginaba que sería un niño. No sabía por qué, pero estaba segura de que sería un niño. Quería llamarlo Terry, como su esposo. No creía que a Terry le importara.

Candy cruzó el pasillo, buscando a su marido. Maldición, ¿dónde estaba cuando lo necesitaba? Llevaba meses esperando ese momento, darle la maravillosa noticia, y ahora no lo encontraba por ningún sitio. Al final, abandonó cualquier tipo de decoro y lo llamó a gritos.

– ¿Terry? ¿Terry?

Él apareció por el otro lado del pasillo, jugando con una naranja entre las manos.

– Buenas tardes, Candy. ¿Por qué estás tan nerviosa?

Ella sonrió.

– Terry, por fin lo hemos conseguido.

Él parpadeó.

– ¿El qué?

– Un hijo, Terry. Vamos a tener un hijo.

– Bueno, ya era hora. Llevo dedicándome a eso en cuerpo y alma los últimos seis meses.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Ésa es tu reacción?

– Bueno, si lo piensas, si hubiéramos empezado desde el principio, ahora lo estarías teniendo, en lugar de anunciándolo.

– ¡Terry! -le pegó en el hombro.

Él chasqueó la lengua y la abrazó.

– Ven aquí. Si sabes que lo digo en broma.

– Entonces, ¿eres feliz? Le dio un tierno beso.

– Más de lo que podría expresar.

Candy lo miró y sonrió.

– Nunca imaginé que podría querer a alguien tanto como a ti, pero me equivocaba -se colocó las manos encima del estómago plano-. Ya quiero a nuestro hijo, muchísimo, y ni siquiera ha nacido.

– ¿Hijo?

– Es una niño. Estoy segura.

– Si tú estás segura, entonces estoy seguro de que tienes razón.

– ¿De veras?

– Hace tiempo que aprendí a no llevarte la contraria.

– No sabía que te tenía tan bien domesticado.

Terry sonrió.

– Soy un buen marido, ¿no?

– El mejor. Y también serás un padre excelente.

Se emocionó cuando le tocó la tripa.

– Yo también lo quiero -susurró.

– ¿Sí?

Él asintió.

– ¿Quieres que le enseñemos a nuestro hijo su primer atardecer? Acabo de mirar por la ventana. El cielo está casi tan brillante como tu sonrisa.

– Creo que le gustará. Y a mí también.

De la mano, salieron y contemplaron el cielo.

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ERES MI SOLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora