Capítulo 24

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Punto de vista de Link
Varios días después de haber regresado de la región de los zora, el rey Rhoam ordenó que su hija volviera a rezar, esa vez en la Fuente del Valor, que se encontraba en la región de Farone. Debía admitir que tenía bastante curiosidad por saber cómo era el interior de aquellos lugares misteriosos y sagrados de los que tanto se hablaba en las leyendas. Ningún hyliano común como yo solía pisar las fuentes. Eran sitios que estaban reservados para la Familia Real y para los más devotos del reino.

Zelda estuvo muy callada durante el viaje. No abría la boca para decir nada, ni siquiera para explayarse acerca de aquella tecnología sheikah a la que adoraba investigar. Eligió la ruta más larga, quizá para retrasar su llegada. O quizá no. Yo no mencioné aquel tema.

En la mañana del tercer día de viaje, cayó una lluvia fría y fuerte. No había ninguna posta cerca, de modo que tuvimos que refugiarnos bajo un árbol. Por suerte, era lo suficientemente frondoso como para cubrirnos a ambos.

Zelda se sentó sobre una piedrecita. Yo la imité, situándome a su lado. Ella se mantuvo encerrada en su habitual silencio triste. Durante unos instantes, estuve atento al sonido que producía la lluvia al caer. Pero, pasado un rato, me harté.

Me puse en pie de un salto. Zelda me observó con curiosidad.

—¿Qué haces?

—No lo sé —respondí. Busqué algo que sirviera para entretenerme—. Entrenar —añadí mientras deseinvanaba la espada.

—Oh.

El corazón se me encogió. Odiaba verla de aquella forma. Era como si ya hubiera perdido la esperanza.

Suspiré y le di la espalda.

Intenté olvidar todo lo que me rodeaba. Sopesé la hoja de la Espada Maestra, igual que había hecho la primera vez que la había empuñado.

—Solo existís tú y tu espada —solía decir mi padre—. No hay nada más. Deja que el resto desaparezca.

Cuando estuve preparado, blandí la espada contra el aire. Repetí el proceso en numerosas ocasiones, hasta que, de pronto, oí la voz de Zelda.

—...ahora me doy cuenta —alcancé a escuchar—. Esa espada es tan magnífica como quien la porta. —Ralenticé mis movimientos y la miré de reojo. Me sorprendió ver que una diminuta sonrisa se había dibujado en su rostro—. Sí, Link. Me refiero a ti.

Le devolví la sonrisa y seguí con lo que estaba haciendo.

—Debes haber entrenado mucho para llegar hasta donde has llegado. Yo también entreno a veces, ¿sabes? Pero los resultados que obtengo son muy diferentes a los tuyos —añadió con amargura.

Fruncí el ceño y me detuve de forma brusca. Busqué su mirada, pero ella mantenía la vista fija en el suelo.

—Tú siempre supiste cuál era tu camino, ¿no es así? —murmuró—. Siempre supiste que, cuando alcanzaras la edad suficiente, irías a la Ciudadela para alistarte en los ejércitos del rey.

Mi respuesta fue encogerme de hombros, aunque a Zelda no pareció importarle. Ni siquiera me estaba prestando atención.

—Pero imagina que, mientras tu padre te enseñaba a blandir una espada en Hatelia, te hubieses dado cuenta de que no poseías las cualidades necesarias para ser un caballero. Y que aun así te dijeran que, como has nacido en una familia de caballeros, tu deber es convertirte en uno. Si te lo repitieran una y otra vez, ¿qué camino habrías elegido entonces, Link? —concluyó en un hilo de voz.

Lo único que perturbaba el extraño silencio que se había cernido sobre nosotros era el repiqueteo de la lluvia, que no daba señales de estar a punto de detenerse. Despacio, devolví la Espada Maestra a su vaina. Tomé asiento junto a Zelda, asegurándome de escoger las palabras adecuadas.

Hace 100 añosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora