3: De tal palo, tal astilla

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3: De tal palo, tal astilla

Podría acostumbrarme a esto... Sí, suena bien, escribir en una mesita en el rincón más cálido de una cafetería, con Wham! y su Last Christmas de fondo, con la puerta abriéndose cada pocos minutos, la gente quitándose los abrigos al entrar en calor, las risas, los besos, el ambiente. Es todo muy bonito. ¿Por qué he tenido que nacer así de sentimental? Podría llorar de solo ver a un grupo de amigos sentados en círculo, tomando café, y riendo. De verdad. Aunque, el hecho de que sea navidad, aumenta ese efecto. ¿No hace la navidad de todo algo más... algo más? Algo más de lo que sea: algo más triste, bonito, bueno, malo. No sé, el aire que se respira en navidad no es el mismo que el de cualquier otra festividad; empezando por que cada estación y fiesta tiene su propio sistema de ventilación para mantenernos vivos, el que la navidad usa es un modelo siempre más actualizado que los demás.

No se me puede negar: todo el mundo tiene fe en navidad. No me refiero a la fe religiosa, me refiero a la fe primitiva que viene incluida en nuestros cerebros —o corazones—. ¿No espera todo el mundo que algo cambie? ¿Que mejore? El Grinch también la tenía. Quizás sean las luces, el frío, las ganas que te dan de abrazar al que está al lado, o los mensajes subliminales con los que nos ceba la publicidad, pero algo hay en el mes de diciembre que nos incita a sonreír con melancolía y desear que algo pase.

Siento algo demasiado caliente en mi piernas. Ahogo un jadeo cuando veo mi vaquero claro empapado de algo marrón viscoso.

—¡Lette! ¡Ten más cuidado, mira lo que has hecho!—alzo la vista hacia la voz grave de un hombre.

—Ay, ay, ay—Una chica a su lado, con los ojos como platos, en una posición extraña, me mira consternada—. Dios mío, lo siento—se acerca e intenta limpiarme con un buen tajo de servilletas que coge de la mesa de al lado—. Voy a llorar—avisa—. Lo siento—me paralizo ante las gruesas lágrimas que caen de sus ojos oscuros—. No he visto el escalón y me he tropezado—empieza a hipear.

El hombre que la acompaña la aparta de mis piernas con cuidado.

—Lo siento mucho—me dice. La sonrisa agradable de circunstancia que me da me hace sonreírle de vuelta—. Mi hija es muy torpe.

—Es verdad—Lo secunda ella. No se ha calmado, y me aprieta el pecho verla tan entregada al llanto.

—Oye, que no pasa nada—acepto las toallitas húmedas que me trae Lisa, que ha visto la escena desde la barra, y comienzo a restregarme los pantalones—. Mira, ¿ves? Esto se lava y se quita—O eso espero—. Y si no, no pasa nada, así tengo una excusa para comprarme unos nuevos.

Parece que mis palabras la calman. Ambos, padre e hija, tienen la piel oscura, de complexión grande, y con unas sonrisas con un gran parecido. Me atrevería a decir que son iguales. Él tiene el pelo blanco, ella lleva un gorro de lana que cubre su cabeza.

—¿Quieres que te los cambie por los míos?

Rio por su propuesta.

—No, tranquila.

—De verdad que lo siento—Los ojos se le llenan de lágrimas de nuevo—. Qué vergüenza—Su padre le recomienda sentarse, y yo les ofrezco mi mesa.

—Ha sido un accidente—digo—, si hubiera sido queriendo, sería otra historia.

—Perdón—vuelve a llorar.

El hombre trae una taza nueva, y se la coloca delante. Luego vuelve a la barra, y me trae a mí otra.

—Oh, yo no he pedido nada—Le digo.

—Es una ofrenda de paz, por los pantalones.

No me deja negarla, por lo que termino con un chocolate caliente en mis pantalones, y otro en mis manos. El hombre se sienta al lado de su hija, y la tranquiliza, sobando su espalda.

Historias de amor en navidad | ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora