06 | Intenciones ocultas

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06 | Intenciones ocultas

Maia

¿Te acuerdas de la primera vez que viste una estrella fugaz?

Yo sí. Tenía ocho años y Deneb acababa de cumplir los diez. Estábamos en verano, a mediados de agosto. Nos habíamos ido de vacaciones. Fuimos a la playa esa noche. Mamá estiró una enorme toalla sobre la arena y nos tumbamos a contemplar las Perseidas. Esa fue la primera vez que vi desplomarse una estrella. Papá lo presenció conmigo, me pasó un brazo sobre los hombros y me dijo: «corre, Maia, pide un deseo».

El astrónomo Ptolomeo creía que, cuando caía una estrella fugaz, el reino de los cielos se abría para los mortales. Por eso nuestros antepasados también murmuraban sus plegarias durante las noches oscuras. Cuenta la leyenda que solo había una regla: el deseo debía ser pronunciado antes de que la estrella desapareciera o, por el contrario, nunca llegaría a cumplirse.

Esa noche, papá me hizo pensar que el cielo era mágico. Mágico de verdad.

Ahora ya no creo en el poder de las estrellas fugaces. Si existiera, seguramente yo no estaría aquí.

Un desastre. Todo es un desastre.

Entro corriendo en el restaurante y no tardo en descubrir dónde se encuentran los baños. Por suerte, son individuales. Cierro la puerta, echo el pestillo y me apoyo contra la madera. Apenas puedo respirar y el corazón me late muy fuerte. Cierro los ojos para contener las ganas de llorar. Siento el suelo pegajoso contra mis pies y hace tanto frío que me congelan los huesos.

Todo es un desastre.

Suelto un suspiro tembloroso y me seco las lágrimas que se me han escapado. «Deja de comportarte como una cría», me espeto, pero no funciona. Abro el grifo para lavarme la cara y después me seco con papel. Cuando subo la mirada hacia el espejo, compruebo que mi pelo está mojado y enredado y que se me pega a la frente. Me deshago la coleta para peinármelo con los dedos antes de volver a hacérmela. Trago saliva cuando mis ojos se posan sobre la sudadera de Liam.

Solo la he aceptado porque estaba congelándome y seguramente sea lo que evite que coja una pulmonía. Está seca por dentro, así que no ha tardado en hacerme entrar en calor, pero no consigo ignorar el hecho de que huele a él. A su colonia, más bien. Y eso no me gusta nada porque, desde que la llevo puesta, no he podido dejar de pensar en ello.

Muy bien. Me cubro las manos con las mangas y cojo una profunda bocanada de aire. Clavo la mirada en el espejo. Puedo hacerlo. Puedo afrontar esto.

Pero enseguida me doy cuenta de que no es verdad.

Soy la única que tiene ingresos en casa. Desde que despidieron a mamá de su trabajo, nos hemos mantenido a base de ayudas y del poco dinero que gano y que definitivamente no es suficiente para costear las facturas. Antes teníamos otro coche, pero quedó destrozado tras el accidente. Fue una suerte que se lo llevaran directamente al taller. No habría podido mirarlo sin recordar lo ocurrido.

Por eso me dolió tanto gastarme todos mis ahorros en un coche de segunda mano. Recuerdo lo difícil que fue subirme a él por primera vez. Agarrar el volante, pisar los pedales y recorrer la carretera. El corazón me iba tan rápido que parecía que me fuera a estallar. Aún no he olvidado esa sensación de ansiedad, de no poder respirar, de tener que mantenerme alerta por si ocurría cualquier otra desgracia. Por si mi vida se hacía pedazos otra vez.

Lo he sentido de nuevo antes, con Liam. Por eso le pedí que condujese en mi lugar.

No compré el coche porque me gustase viajar. Lo hice porque lo necesito. La única forma que tengo de verla es ir y venir de Manchester todos los días y no puedo permitirme coger diariamente el autobús. A la larga, invertir en un vehículo propio nos saldría más rentable. Así que lo hice. Porque tenía que pensar en mi familia primero.

Hasta que nos quedemos sin estrellas |  EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora