11 | Beato, santo, apóstol

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11 | Beato, santo, apóstol

Liam

Muy bien. Tengo un problema.

Uno bastante incómodo.

«Amigo, no es el momento. Abajo. ¡Abajo!».

Me meto las manos en los bolsillos e intento recolocarme los vaqueros ajustados para disimularlo, pero, mierda, duele mucho. Menos mal que Maia me ha dejado solo en la habitación, porque voy a necesitar unos minutos para lidiar con las consecuencias de lo que acaba de hacerme. ¿A qué diablos ha venido eso, de todas formas? ¿Hace tres días me odiaba y ahora me deja besarla así?

Porque no me creo que haya sido solo teatro. Al menos, no por mi parte. Llevo queriendo ponerla contra la pared desde que me abrió la puerta de su cuarto con ese top transparente que no deja nada a la imaginación. Que se me haya dado bien disimularlo es otra cosa. Pero, a este paso, la situación va a acabar conmigo.

Si salgo vivo de esta, tendrán que darme el título de beato, de santo y de apóstol, por lo menos.

No puedo dejar de pensar en ella. En su cuerpo. En las curvas que se entreveían a través de la camisa. En su boca. En cómo ha enredado las manos en mis rizos para atraerme hacia sí. En cómo me he sentido al presionarme contra ella mientras la besaba. En todo lo que le habría hecho si no se hubiera apartado. Todos los lugares en los que la habría tocado. En lo que, en definitiva, habría ocurrido si me hubiera besado de verdad y no solo para sacar una buena foto.

La presión aumenta dentro de mis pantalones. Vale. Acabo de darme cuenta de que soy un chico jodidamente fácil.

Maia podría volver en cualquier momento y, aunque estoy seguro de que lo ha notado por sí misma, no quiero que me vea así. Cierro los ojos, tomo una profunda bocanada de aire y me obligo a pensar en lo menos erótico que se me ocurra. En otra ocasión me habría echado una mano —literalmente—, pero sería raro hacerlo en su habitación. Cuando quiero, soy un tío decente. Más o menos.

Tras unos dolorosos minutos, me tranquilizo y parece que la erección comienza a desaparecer. Me paso las manos por los rizos, que están desordenados y enredados por culpa de Maia, e, intentando no pensar más en ella, cojo el móvil y me lo guardo en el bolsillo trasero antes de salir del dormitorio.

Tendré un problema bastante más grande cuando me toque ver el vídeo, eso está claro.

Cuando llego a la cocina, la chica se encuentra con las manos apoyadas contra la encimera y los ojos cerrados. Ha dejado un vaso medio vacío junto al fregadero. Mierda. Qué guapa es. No sé cómo fui capaz de decirle que no era mi tipo. Nadie se lo creería. Intento mantener la mirada lejos de su cuerpo, sobre todo cuando noto que desde aquí podría tener una visión espectacular de su zona trasera.

No le habré tocado el culo, ¿no? Sería un desperdicio haberlo hecho y no acordarme.

—Maia —pronuncio, y la voz me sale ronca.

Pega un respingo y se gira rápidamente hacia mí. Me obligo a mirarla a la cara, pero es aún peor: acabo de darme cuenta de que tiene los labios ligeramente hinchados y seguramente sea por mi culpa. Me parece que ella me da un repaso, pero es difícil determinarlo, porque no tarda en volverse de nuevo hacia la encimera.

Coge aire y, cuando vuelve a mirarme, tiene la expresión fría y distante de siempre. Arquea las cejas y me obligo a continuar:

—Antes de borrar los vídeos, deberíamos... —Trago saliva— verlos y elegir una buena toma.

Hasta que nos quedemos sin estrellas |  EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora