22 | Un tío decente

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22 | Un tío decente

Liam

Nunca antes había asistido a un funeral.

Antes de que mi madre lanzara su primera colección al mercado, vivíamos en un pueblo pequeño al norte de Inglaterra, sin lujos, coches caros, eventos, fama ni dinero. Mudarnos a Londres supuso dejar atrás esa vida. Perdí todo el contacto con mi familia a los ocho años. Cuando cumplí los doce, mi padre se largó y solo nos quedamos mi madre y yo. Apenas he tenido relación con mis abuelos, así que no creo haber sufrido la muerte de ningún ser querido.

A pesar de que no pude contar con mi familia, tuve una infancia feliz. Encontré a todos esos «seres queridos» en mis amigos, en lazos que no eran de sangre pero me parecían incluso más importantes. En Evan. Y nunca me faltó de nada. Además, siempre he sido muy independiente. Me pasé diecinueve años sabiendo que a mi madre no le importo una mierda y no comencé a darle importancia hasta que perdí la pasión por YouTube.

He tenido una vida relativamente sencilla. Por eso no sé cómo apoyar a Maia cuando parece que la suya se cae a pedazos.

Son las nueve y media de la mañana y el cielo lleno de nubes se alza sobre los árboles frondosos del cementerio. Aunque faltan quince minutos para que empiece el entierro, ya hay unas treinta personas reunidas en torno al ataúd que ella escogió ayer por la tarde. Han traído ramos y coronas de flores con inscripciones. Tampoco había vivido nunca el proceso de organizar un funeral. Ojalá no tenga que volver a hacerlo nunca. Hubo momentos en los que Maia parecía tan afectada que tuve que hablar en su lugar.

Reviso disimuladamente mis mensajes. Lisa debería estar a punto de llegar.

—Hay bastante gente —comenta Evan, inclinándose hacia mí. Insistió en venir al funeral después de darle el pésame a Maia anoche. Por suerte, sabe cómo comportarse y, ya que ha dejado las bromas de lado, llevan sin discutir desde entonces.

—No sé por qué han venido —responde ella, tensa.

Pese a la crudeza de la situación, no ha soltado ni una lágrima desde que llegamos. Se limita a mirar lo que nos rodea con el rostro inexpresivo, como si no fuera realmente consciente de lo que ocurre. Aprieto los puños por instinto cuando veo a las dos personas que caminan hacia el grupo.

—Steve y tu madre acaban de llegar —le digo, y Maia se pone aun más rígida.

—Supongo que vieron la nota.

Como no estuvieron presentes en la organización del funeral, les dejamos la hora y el día escritos en un post-it que pegamos en el frigorífico. Tampoco los vimos cuando fuimos a su casa a recoger sus cosas. El lado bueno es que Maia empaquetó la mayoría de su ropa. Todavía no hemos hablado sobre cuanto tiempo va a quedarse, pero ojalá sea de forma indefinida. Me tranquiliza mucho saber que duerme en mi apartamento, lejos de ese hombre y de sus malas intenciones.

—Me sorprende que Steve también haya venido —añade—. Seguro que está deseando que esto termine para arrastrar a mi madre de vuelta a su agujero.

Su tono amargo me parte el corazón. A unos metros de distancia, la mujer abraza entre lágrimas a varios asistentes.

—Al menos parece sobria —observo, por si la hace sentir mejor.

—Solo son las nueve de la mañana. No cantemos victoria todavía.

Finge desinterés, pero no paso por alto que se golpea nerviosamente la pierna con los nudillos. Al mirarle los dedos, descubro que se ha arrancado un padrastro y ahora tiene sangre en el pulgar. No para de rascarse con las uñas, ansiando provocarse más dolor. No me lo pienso y entrelazo mi mano con la suya para que deje de hacerse daño. Es pequeña en comparación con la mía. Y está helada. Y aun así tocarla hace que una oleada de calidez se me instale en el pecho.

Hasta que nos quedemos sin estrellas |  EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora