07 | La ducha

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07 | La ducha

Liam

—Buenos días, trozo de mierda.

La insoportable voz de Evan se cuela en mis oídos cuando entra en la cocina. Ayer hicimos un directo que se alargó hasta las tantas y, como mi madre y Adam no estaban, le dije que podía quedarse a dormir en el salón. En otra ocasión le habría ofrecido el cuarto de invitados, pero no pensaba echar a Maia solo porque él no quepa en el sofá.

Le saludo con la cabeza y me rodea para sacar la caja de cereales del armario.

—¿Has visto las estadísticas del stream de anoche? Fueron la ostia. A la peña le gustan los juegos de miedo, es un hecho. No lo digo yo, lo dicen las cifras.

Deben de ser muy buenas porque está de buen humor. Cojo el móvil para echarles un vistazo, pero después me lo pienso mejor. Decido que no es solo que no me preocupen, es que prefiero no verlas. No importa cuántas sean. Me conozco y sé que no me parecerán suficientes.

Nunca son suficientes.

Si hay algo que caracteriza las redes sociales, es que basta con desaparecer unas semanas para que nadie se acuerde de tu existencia. Desconectar unos días supone sufrir una caída en las visualizaciones de la que cuesta mucho recuperarse. Cuando empecé a tomarme en serio todo esto de YouTube, no había día en el que no publicase un vídeo. Me daba tanto miedo quedar en el olvido que me pasé años pegado a una pantalla sin descanso.

Y es un miedo que aún conservo.

Llegó un momento en el que todo se volvió mecánico. Mi vida pasó a consistir en sentarme frente a la cámara, encender el ordenador, grabar y editar mis vídeos. Después los programaba para que mis suscriptores tuvieran uno cada veinticuatro horas. No me molestaba en anunciarlos en mis redes sociales. De hecho, llevan muertas desde hace días. No recuerdo cuándo fue la última vez que subí algo a Internet por gusto y no porque me sintiera en la obligación de hacerlo.

Mi cumpleaños fue hace dos días y esta ha sido la primera vez en años que me he pasado más de cuarenta y ocho horas sin subir nada a YouTube.

Como consecuencia, ayer me entró tanta ansiedad que prácticamente obligué a Evan a hacer un stream que se alargó hasta las cuatro de la madrugada y me dejó aún más agotado de lo que ya estaba. Teniendo en cuenta que pasé la noche anterior en el coche de Maia, calculo que estos últimos días habré dormido, a lo sumo, unas cinco horas en total.

Pero estoy bien.

No quiero revisar las cifras del directo. Tampoco me apetece leer las felicitaciones de cumpleaños de mis seguidores, mucho menos contestarlas, ni fijarme en cuántas me han llegado. Porque me aterra que sean menos que el año pasado. Que eso significa que me están olvidando.

Y, pese a todo, estoy perfectamente.

Supongo.

—¿Qué me dices? ¿Repetimos esta noche? —Evan se sienta frente a mí con un enorme tazón de cereales—. ¿O sigues acojonado por los sustos de ayer?

Me sonríe antes de meterse un cucharón en la boca. No quiero agobiarle con mis problemas, de forma que, una vez más, actúo como si no pasara nada.

—Anoche no me acojoné. Solo estaba... ya sabes, sobreactuando.

—Pero si te faltó poco para echarte a llorar.

—Era para generar espectáculo, Evan. No es problema mío que no tengas mente de emprendedor.

Hasta que nos quedemos sin estrellas |  EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora