03 | El intruso

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3 | El intruso

Maia

Muy bien. Puede que esté muerto.

Pego la nariz a la ventanilla e intento ver a través del cristal. He salido del coche tan rápido que no me he fijado en el intruso. Ahora el corazón me late con tanta fuerza que no puedo concentrarme. Cierro los ojos y trato de relajarme para que se ralentice mi respiración, que sigue agitada después del susto.

Humildad aparte, tengo buenos pulmones y mi grito ha debido de sonar, literalmente, por todo el vecindario. Por eso me sorprende que el sujeto en cuestión no se haya inmutado. Solo se me ocurren dos explicaciones: o está muerto o inconsciente, y sinceramente no sé cuál es peor. Encontrarme un cadáver en mi coche un domingo por la mañana parece una escena sacada de una película de terror, vale, pero, ¿y si se despierta y resulta ser peligroso?

Los cristales son opacos y no consigo ver más que su figura. Se trata de un chico bastante normal, ni muy fornido ni extremadamente delgado, que seguramente sea bastante alto, porque está recostado contra la ventanilla opuesta y sus largas piernas ocupan los tres asientos. Imagino que es joven, pero solo es una suposición porque apenas aprecio los detalles.

No se mueve ni un milímetro y puede que tampoco respire. Antes pensé en llamar a la policía, pero Northiam es un pueblo minúsculo y no sé cuánto tardarían en llegar. Ojalá hubiera alguien cerca que pudiese ayudarme. No obstante, es domingo y mi barrio está desierto. Imagino que mis vecinos seguirán durmiendo. A saber.

Trago saliva mientras me mentalizo de lo que estoy a punto de hacer.

Haciendo el mínimo ruido posible, abro la puerta del coche. El chico se mueve en sueños. Contengo la respiración. Por suerte, enseguida se pone a roncar como si nada. Estoy tan acostumbrada al olor que solo tardo un instante en notarlo. No está inconsciente, mucho menos muerto. Después de haberme pasado noches enteras sirviendo copas, reconocería el aroma a vodka en cualquier parte.

Lo que está es borracho hasta las trancas.

Me agacho para examinarle con detalle y trago saliva. Joder. Antes ya sospechaba que era joven, pero ahora estoy convencida de que debemos tener la misma edad. Cumplí dieciocho hace unos meses y este chico será, como mucho, uno o dos años mayor. Cualquiera se fijaría en lo guapo que es. Tiene la cabeza llena de rizos oscuros y salvajes que le caen sobre la frente, impidiéndome verle los ojos; la nariz recta y los rasgos afilados.

Un cúmulo de sensaciones se me instala en el estómago. Aparto la mirada tan rápido como puedo. Bien. Debería centrarme en lo importante.

¿Cómo diablos ha acabado este individuo en mi coche?

Y, lo que es aún más urgente, ¿cómo lo saco de aquí?

Este inconveniente de metro ochenta que no para de roncar ha trastocado completamente mis planes. Ya tendría que estar en el supermercado. Lo miro, mordiéndome el labio, mientras pienso si debería despertarlo. Lleva unos vaqueros que se ajustan a la perfección a sus caderas y una chaqueta de cuero, pero que vaya bien vestido —y que esté buenísimo— no significa que sea inofensivo.

Me acerco para examinarlo con más detalle. Entonces, veo la respuesta a todas mis preguntas, justo frente a mis ojos. Su teléfono móvil.

Se durmió con él en la mano. Su brazo está colocado de tal forma que el dispositivo queda justo sobre el cabecero del asiento. Lo más lógico sería cogerlo desde el maletero, pero el cierre empezó a fallar la semana pasada y no quiero arriesgarme. Aprieto los labios. Es una idea malísima, pero tampoco me queda otra opción. De todas formas, parece tener el sueño pesado. Con suerte no se despertará.

Hasta que nos quedemos sin estrellas |  EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora