Chapter 2

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Todos le temen a lo que es diferente, a lo nuevo, a lo que es raro. Todo aquello que no sigue el patrón de lo que conocemos y de lo que estamos acostumbrados. Queremos huir o atacarlo hasta que desaparezca.

Según este hecho existen dos tipos de personas en el mundo; el que caza, y el que es cazado. A veces, disfrazamos esta verdad cambiando los términos «hay quienes están hechos para mandar, y quienes están hechos para servir»

Al final es lo mismo. El cazador siempre manda y la presa sirve.

Yo pertenecía al grupo de las presas.

Este pensamiento de resignación no me fue enseñado, en todo caso, me fue inducido a través de la experiencia. Después de tanto tiempo observando a las personas, analizando y buscando un porqué, te encuentras desglosando todo tipo de reflexiones.

Aprendí que solo me rodean cazadores.

Desafortunadamente yo nunca compartí esa inquietud con nadie, ni mi propia madre. Era demasiado trabajo escribirlo, desesperante como menos esperar a que las personas lo deducieran solas. Se quedó guardado en mi cabeza junto con otras buenas ideas que tampoco me animé a compartir.

Todo ese potencial que no sabía en qué invertir, y el motivo por el que mi madre siempre me observaba tan confundida —que no es lo mismo que preocupada, ya habíamos pasado esa etapa— sin entender por qué las cosas habían resultado así para mi.

Mi problema es que se me ocurrían muchas cosas y no llegaba a concretar ninguna. No sabía hacer nada. Ni siquiera sabía qué tenía qué hacer para empezar a hacer algo. Por muy confuso que suene.

Después de escuchar a mi madre hablando de su trabajo como todas las tardes —me encantaba escucharla, su voz siempre era dulce— cogí mi mochila y me marché media hora antes.

Volví a mi segundo hogar: la estación de metro.

No me liberé a bailar como el día anterior, debía asegurarme primero. Di una vuelta por todo el lugar, tratando de no verme sorprendido cuando ¡hola! Yeonjun estaba sentado en la misma banca, sonriendo al divisarme.

Los últimos cuatro días había estado allí. Compartíamos música y se limitaba a observar mis desastrosos pasos. Yo le dejaba probar las grabaciones de mis viejos cassettes.

Lo saludé débil, no me encontraba con mucho humor. No quería bailar, solo recostarme y olvidar que la vida era un campo de batalla.

Me senté a su lado, saqué ni malteada y la bebí perdido en los grafitis de las paredes oscuras.

—¿Hoy no hay danza?

Negué.

—Entonces es una buena oportunidad para conocernos —propuso—. Podrías empezar tratando de explicarme por qué no hablas.

Yo lo tenía todo planeado para cuando la gente hacía esa pregunta: utilizaría lenguaje de señas, terminarían deduciendo que era mudo, exactamente lo que quería que creyeran. Pero esta vez había un pequeño —no tan pequeño— inconveniente.

Yeonjun me escuchó cantar un poco —o mucho ¡no estaba seguro joder!— y eso descartaba ser mudo prácticamente al último puesto de la lista de posibilidades.

Me trague la malteada de golpe, castigándome por cometer ese error, haciéndome toser en consecuencia. Yeonjun palmeó mi espalda suavemente, diciéndome que tuviera cuidado.

Sería tan agotador explicarle mis trabas psicológicas, prefería no pasar por eso. No me dejaba en una buena posición.

—¿Es algún reto? A veces mis amigos hacen bromas así —se rió, pero yo no lo hice. Jugar a ser mudo no me parecía gracioso. Yo fingía serlo, era mi manera de esquivar el rechazo de la gente, nada menos que eso podía justificarse.

—¿Es por tu salud? —trató de nuevo con más cuidado, yo moví mi cabeza a los lados pensando que eso no estaba tan alejado de la realidad.

—¿Puedes cantar pero no puedes hablar?

Asentí, avergonzado de nuevo por el recuerdo. Palmeó mi muslo para que me relajara.

—Está bien, de todas formas no lo volviste a hacer, y dejame decirte que es una pena —sus ojos sonrieron, por un segundo el arete en su oreja brilló— tienes una voz preciosa.

Yo me quise reír por lo ridículo que me parecía el cumplido, pero su tierna honestidad no me lo permitió.

Él subió sus piernas al banco y las cruzó, yo hice lo mismo por reflejo. Quedamos frente a frente, como niños a punto de jugar a las palmas en el preescolar.

—Bien, como no puedes hablar, y yo de lenguaje de señas no se nada —aunque «poder» y «querer» no fueran exactos— voy a hacer preguntas y tu vas a asentir o negar —restregó sus manos— ¿listo?

Y en cuanto le di luz verde empezó su ronda de preguntas.

—¿Vienes aquí para estar solo?

Asentí.

—¿No te da miedo?

Negué.

—¿Qué edad tienes? Responde con tus dedos.

Saqué mis dedos del enorme cardigan que llevaba puesto, indicando primero diez, y luego ocho. Una sonrisa gatuna se dibujo en su rostro felino. Redundante, lo sé, pero él tenía toda la pinta de un felino; la mirada, la expresión corporal relajada y delicada.

—Tengo 21, soy tu hyung —declaró orgulloso, pero rápidamente cambió su expresión—. Lastima que no pueda escucharte decirlo.

Llevé mi mano a mi boca para tapar mi sonrisa. Era demasiado hilarante y lindo. Seguí pensando que lo era incluso sabiendo que era mayor, eso no era relevante de todas formas.

—¿Estudias? —continuó preguntando, yo negué—. ¿Trabajas? —volví a negar.

Si pudiera le hubiera dicho que estaba en proceso de descubrir quien era, pero —obviamente— no lo hice.

—¿Te gusta la música pop? —eso era más que obvio, asentí con entusiasmo, aplaudiendo un par de veces para afianzar mi respuesta.

—¿Te parezco irritante?

En mi cara una sonrisa estaba dibujada desde hace rato, no podía quitarla. Negué, porque me estaba divirtiendo mucho.

—¿Seguro? ¿No interrumpo tus visitas al metro?

«Para nada» quise decir, pero solo negué moviendo mi cabeza.

—¿Tienes pareja? —negué de nuevo, él hizo un berrinche—. ¡Quiero preguntarte porqué pero de nada sirve! ¡Mirate eres una lindura! ¿cómo no tienes novia?

Razón obvia, de nuevo. Con mi dedo señalé mi boca.

—Que no hables no te quita lo lindo. Mirame, no me has respondido ni una sola palabra estos últimos cuatro días y yo sigo viniendo a verte, ¿lo coges?

Que locura.

Por costumbre parpadee varias veces, con la información ya escaneada volví a negar.

Yeonjun alzó una de sus rodillas y afincó en ella su mejilla, viéndome con un puchero.

—Eres mi crush niño mudo —suspiró— lo digo en serio.

Me di un segundo para sostenerle la mirada, era tan infantil, como los niños encaprichados con un juguete que no pueden tener. Esos niños a los que es difícil negarles algo.

Durante los silenciosos veinte minutos que siguieron un tren pasó, pero no dejamos de mirarnos. Él hacía muecas para hacerme reír. De nuevo yo tenía que parpadear mucho, o desviar la mirada a cualquier otro lugar por un segundo, solo para terminar volviendo y descubrir que él seguía sin apartarse.

Dos horas después, cuando tomábamos trenes en dirección opuesta para volver a casa, en mi nube de pensamientos contantes, me di cuenta de que él no dijo nada más después de su pequeña confesión, solo me acompañó en mi silencio.

Amado silencio. | yeongyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora