Capítulo 15

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En música existe algo llamado «Escala Cromática». Es curioso cómo en un ámbito completamente auditivo del arte hay un termino tan representativo de lo visual. Porque es imposible ver la música ¿cierto?

Error, no hay mejor manera de ver colores que con música.

Con ella pintas cualquier situación del color menos esperado; mancha, limpia, arrasa, purifica. Transforma cualquier momento irreprensible en la memoria.

Por ese y otros motivos mi yo de cinco años eligió la música como el único lenguaje que quería entender, y el único que valía la pena escuchar.

En el despacho del doctor Jeon la única cosa que me ponía de buen humor era la televisión encendida y con el volumen bajo. Siempre transmitiendo el mismo canal: MTV, un mundo de posibilidades; dónde todo era tan colorido, tan diverso, tan fascinante.

—Beomgyu —el doctor Jeon me llamó por milésima vez en el día—. Necesito que escuches.

Pero yo seguía con la mirada plantada en el televisor. Él se rindió, levantándose de su puesto y agachándose a un lado de mi silla, viendo lo mismo que yo.

—¿Te gusta ella?

Asentí.

—¿Quieres saber cómo se llama?

Asentí con más ganas, aplaudiendo como me decía que hiciera para afirmar, pero como siempre, terminaba haciéndolo más de dos veces con entusiasmo. Eso siempre lo divertía.

—Es Madonna, ese vídeo —señaló el televisor— se llama Vogue.

Un niño de cinco años no podría saber lo que ese vídeo y la palabra «Vogue» significaban. Más adelante lo sabría de sobra, aprendería a leer y escuchar varios idiomas con facilidad por no tener la dificultad de tener que hablarlos. Pero en ese momento mi ceño se frunció, el doctor lo tomó como una pregunta.

—Si te gusta te diré cuándo puedes verla en la televisión, pero debes prometerme que me pondrás atención por el resto de la consulta.

Más aplausos de mi parte le sacaron una carcajada.

—Todos los días a las cinco de la mañana —dijo sonriente. Mi cara se deformó en desagrado. Todos, no solo los niños, odiaban levantarse temprano.

—Ahora vamos a intentar pronunciar algo ¿de acuerdo?

En esa ocasión ni siquiera asentí, observé intimidado las tarjetas en la mesa que utilizaba para mostrarme las palabras escritas. Yo ya sabía leer perfectamente, también escribir, el propósito era elegir una palabra que fuera de mi interés para entonarla.

—A-ZUL —formuló.

No respondí, él probó con otra cosa, guiado por el televisor.

—MÚ-SI-CA.

De nuevo, yo estaba luchando por no mirar a otro lado, pero el tuvo la mejor idea del mundo.

—Repite después de mi... Ma-do-na, se escribe con dos enne pero se pronuncia con una para hacerlo sencillo.

Mi boca se abrió, lo intenté, pero entonces sentí mis manos tiritar y mi cuerpo tembló ansioso.

En mi cabeza retumbaba un «No»

—Ma...donna...

Y luego me volví un ovillo en la silla y lloré, mis manos apretaron mi cabeza tratando de retener la avalancha de murmullos producidos adentro.

Lo detestaba, detestaba tener que hacer el esfuerzo, detestaba que el doctor me mirara con orgullo por un segundo y luego no dijera nada, se quedara expectante por una reacción. Inevitablemente, yo me iba a romper al final, y él iba a tener que arrullarme, cargarme y mecerme como a un bebé, cantándome una canción.

Sostenido en sus brazos, lejos del suelo, me aferré a su bata blanca y enterré mi rostro en su hombro. Esa era la ventaja de que fuera el esposo de mi tío, me trataba como a su sobrino de sangre.

Uno de mis ojos se abrió y lo que divisé fue a esa mujer rubia de nuevo. Era el mismo vídeo de antes, ella bailaba con su traje en blanco y negro.

El doctor Jeon siguió cantando con su bonita voz, pero yo ya no lo escuchaba a él, la escuchaba a ella, y en medio de mi sufrimiento interno, me permití sentirme un poco orgulloso por saber decir su nombre.

Al día siguiente me levanté muy temprano, a escondidas de la señora que me cuidaba cuando mi mamá se iba al trabajo. Bajé a la sala y encendí el televisor, comprobando que el doctor Jeon no estaba equivocado, allí estaba la señorita rubia cantando.

Fue mi primer contacto privado con lo que se convertiría en mi anestesia, en mi propio calmante para el dolor. No solo ella, todos los demás que pasaban durante el día, aquellos que no me permití ver en las consultas.

Ellos me criaron: el disco, el pop, el hip-hop, las coreografías exageradas, los vestuarios llamativos, las grandes entradas, las caras expresivas.

Mi madre llegaba a casa y los veía conmigo, así se dio cuenta antes del resto del mundo —incluso antes que yo— que era lo único que mantenía sonrisas en mi rostro, que me emocionaba. Y fue lo suficientemente sensata como para no quitármelo.

Años después, sospechosamente, encontré una caja con audífonos antiguos y cassettes abierta a un lado de la puerta del ático.

Amado silencio. | yeongyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora