12 - Una Puta.

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Descorrí un poco la cortina y me senté en el puf frente a mi ventana.

Al verano le quedaban pocos días antes de entregar turno al otoño, pero la temperatura estaba igual de caliente que en su principio. Aunque la verdad no sabía si se debía a eso o al hecho de que cada noche yo me acomodaba con mis ojos fijos en la ventana, viendo a la propia de mi vecino de enfrente.

Nuestras casas quedaban oblicuamente separadas, lo cual me permitía ver desde mi habitación la suya, situada en uno de los costados. Cogí un dorito del tazón en mis piernas y lo metí en mi boca, allí crujió y me la volvió agua. Me encantaban los Doritos.

Al ver que las luces se encontraban apagadas, deduje que él no se encontraba allí. Pero tenía cómo matar el tiempo mientras se apareciera. Alargué el brazo al alféizar y tomé de allí mi reciente lectura: «Juliette», del Marqués de Sade. La verdad es que no era tan reciente, sino que, de todos los libros que había leído alrededor de mis años, jamás me había encontrado con una mujer tan fuerte como lo fue ella.

Releí una de las frases que había remarcado:

«Este es mi consejo: diviértanse lo más que puedan, no nieguen sus favores a nadie, no tengan cuidado si les aplican el calificativo más despreciable: puta. Una puta es hija de la naturaleza. La muchacha casta es un fenómeno; ¿quién insulta más a la naturaleza que una mujer que se aferra concienzuda y arrogantemente a la ilusión de que su deseo reprimido es el símbolo del bien?»

...

Ella me dejaba sin palabras.

La admiraba, y admiraba a su creador. Admiraba el hecho de que en tiempos tan antiguos y duros para con la mujer, un hombre se hubiera atrevido a escribir semejante literatura tan impura y llena de realidades y deseo. Amaba también que las personas rompieran el sistema. O como lo decía Madame Delbêne: «Los principios de mi filosofía, Juliette, consisten en desafiar la opinión pública». Ansiaba el día en que yo fuera tan valiente como ella y Juliette y me decidera a romperlo.

Yo deseaba ser una puta...

Bueno, no estrictamente, más bien en el sentido figurado de aquella frase. Yo solo quería poder follar con un chico sin sentir que estaba cometiendo algún pecado.

Los libros anteriormente nunca me habían hecho ansiar nada que tuviera que ver con el sexo. Yo quería algo más romántico, algo al estilo de Jane Austen. Pero leer Juliette y ver a mi vecino de enfrente... Madre mía, pensaba que ya no era suficiente ver su miembro desde tan lejos.

Verás, leer este tipo de lecturas de entrada me ocasionó demasiados problemas. Al igual que Juliette, mi educación también fue constituidas por monjas. Estudiaba en un colegio de señoritas. Pero nada parecido a Panthemont. La abadesa de ese lugar —aunque en realidad se le decía madre superiora. Pero no importa, aquí la llamaremos abadesa— no tenía ni un ápice de parecido a la libertina Madame Delbêne, que daba tan buenos consejos sabios. Ella, en cambio, era una mujer huraña y con bochornos procedentes de no tener un macho, o una hembra en todo caso, que satisficiera sus deseos inevitables.

Esa vieja perra me expulsó por, cito sus palabras: «Andar leyendo libros que atentan contra la pureza y la castidad de las señoritas de nuestra incólume institución». Le aseguró a mi padre que no permitiría que alguien como yo deformara la imagen que se habían logrado a lo largo de los años.

A mí poco me importó, la verdad. Si hasta llevé el libro con esa intención. Odiaba sentirme juzgada, odiaba no conocer a ningún chico. Desde que fui expulsada me promulgué a mí misma que mi abadesa sería nada más y nada menos que Madame Delbêne. Supongo que ella tuvo razón al decir: «¡Oh Juliette, Juliette!, mi libertinaje es una epidemia, ¡tiene que corromper todo lo que me rodea!»

Sexo A Medianoche [+21]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora