1: La amarga derrota

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La cocina era como la vida. Aunque siguieras bien la receta, podías encontrarte con resultados inesperados.

Eso era lo que decía su madre, y durante mucho tiempo Tim creyó que lo decía de buena manera. Pero justo en esa oscura y sofocante oficina con olor a desinfectante de cereza, supo que los resultados inesperados también podían ser malos.

—Siento decirlo, chico. Pero estás despedido.

Tim no entendía por qué lo tomó por sorpresa, pero así fue. Al chef principal y al souschef ya los habían mandado a volar. ¿Por qué iba a ser diferente con él? Quizá había guardado una pequeña esperanza de que él y los otros cocineros permanecieran, y ese nudo en la garganta y ese dolor en el pecho era la pequeña esperanza siendo aplastada.

—Pero... señor Dodge... —pudo decir a duras penas.

—Acabamos de perder una estrella, chico. Y no —lo detuvo en cuanto Tim abrió la boca—. No estoy diciendo que fuera tu culpa. Pero la orden es clara: tenemos que renovar todo. Nuevo encargado, nuevo chef... y nuevos cocineros. Así son las cosas.

La indignación creció en Tim. Él no era un simple cocinero. Era un chef graduado de la mejor escuela de cocina de Los Ángeles, el segundo mejor de su clase. Y lo echaban como si fuera un aficionado. Sin embargo, al mirar al señor Dodge comprendió que por mucho que se esforzara, a los ojos del resto del mundo, seguía siendo un don Nadie.

—Sí, señor —respondió a regañadientes, admitiendo su derrota.

—Bien. Me alegra que lo entiendas. En cuanto a tu liquidación, podemos llegar a un acuerdo de...

—Solo deme el maldito cheque —lo interrumpió Tim.

Eso no era propio de él, Tim no solía maldecir. Pero lo que menos le apetecía en ese momento era regatear el valor de su trabajo con un tipo tan tacaño como el señor Dodge. Ni siquiera vio la cifra cuando el otro hombre le entregó el cheque; lo dobló y lo metió de mala gana en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Buena suerte, señor Kobayashi —dijo Dodge, ofreciéndole su mano.

Chef Kobayashi, idiota ignorante, dijo Tim en su mente. Tampoco solía llamar a la gente idiota, pero en esta ocasión Dodge se lo merecía.

—Gracias —fue lo que dijo en su lugar, dándole un rápido apretón a la mano de su ex jefe y saliendo sin más de la oficina.

Era de tarde, en un día normal él y sus colegas estarían en la cocina haciendo los preparativos del servicio de esa noche, las mesas estarían ya listas para recibir a los comensales, los meseros estarían arreglándose las corbatas y practicando sus sonrisas. En lugar de eso, el restaurante estaba vacío y oscuro, las sillas volteadas al revés sobre las mesas, la cocina fría y en silencio.

La imagen era demasiado deprimente, así que Tim se apresuró a salir a la calle.

Los Ángeles bullía con el ajetreo de la hora pico, y para empeorar su ánimo no pudo evadir el embotellamiento de la autopista 205, lo que causó que Tim gritara algunos términos japoneses que tampoco solía usar a menudo. Fue una suerte que el conductor a su lado no entendiera una palabra, porque sin duda hubiese aprovechado el embotellamiento para salir a darle una paliza.

Después de media hora más de lo que Tim había previsto, por fin llegó a su departamento. Derrotado, cansado, arrastrando los pies y con un creciente dolor de cabeza.

Fue inevitable encontrarse con su mirada. Después de todo, estaba justo allí, en una repisa junto a la puerta de entrada. 

 El rostro de su madre, retratado en una fotografía de hacía 12 años, se veía perpetuamente alegre y tranquilo, con ese brillo especial que tienen las fotos de la gente ya fallecida.

A Tim se le hizo un nudo en la garganta; lo único que quiso desde muy joven fue hacerla sentir orgullosa. Ella siempre había creído en su talento, tanto que en su testamento destinó todos los ahorros de su vida para pagarle la escuela de cocina.

Y ahora le había fallado por completo.

Se desplomó en el sillón, sacó el absurdo cheque con su liquidación de la chaqueta y lo lanzó a la mesa de centro. Eso no fue suficiente, así que en un arranque de ira tiró al suelo todo lo que había en la mesa. Un par de libros, periódicos viejos, un cenicero que no sabía por qué tenía y una cantidad innecesaria de controles remotos rodaron por el piso.

Todo estaba mal, increíblemente mal.

Cerró los ojos, respiró profundo varias veces para intentar serenarse, pero nada cambió hasta que escuchó un maullido frente a él.

—Perdón, Mika. Me despidieron —murmuró, sin siquiera poder mirarla a ella. Se sentía la peor escoria del mundo.

La gata atigrada maulló otra vez, dio un salto y se acurrucó en el regazo de Tim. Para ella no era escoria, al menos. Él empezó a masajearle detrás de las orejas, y al poco tiempo Mika ronroneaba con los ojos cerrados.

—Tú sí que sabes cómo aprovecharte de mi tristeza, ¿eh? —murmuró Tim, una sonrisa escapándose de sus labios.

Esa noche no se acercó ni un paso a su cocina, no se sentía capaz. Se quedó en el sofá con Mika hasta que el sueño lo venció, pero incluso dormido la sensación amarga de la derrota lo carcomía por dentro.


°
¡Hola, hola! Para los que no me conocen, soy Nat. Y para los que ya me conocen, hola de nuevo. 

Esta historia fue la ganadora del primer concurso Open Novella Contest, una iniciativa genial de los embajadores. Sin embargo, me pareció que lo justo era editarla, porque hubo muchas ideas, tramas y personajes que no pude incluir en el primer borrador, o que no pude desarrollar como me hubiese gustado. 

Espero que emprendan conmigo este nuevo viaje, y que podamos terminarlo juntos ;)

Amor y Wasabi [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora