TERCER INTERLUDIO

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El hombre más sabio es el que sabe que su hogar es tan grande como pueda imaginar.

—Mago de Oz (La danza del fuego)

La vejez, al menos para Harriet, se limitaba a experimentar cómo el tiempo iba más despacio. A su alrededor, hasta el simple cambio de hojas de los árboles en otoño le parecía eterno. De hecho, todo lo parecía desde aquel día, cuando despertó en una cama de hospital descubriendo que Lynn tenía una enorme deuda que saldar y Stanford, uno de sus pocos buenos amigos, había cambiado bastante. Cosa que, según Lynn no fue su culpa, pero ella lo dudaba. Porque si de otra cosa se percató es que muchas cosas fueron su culpa, y en una amarga regresión pudo vislumbrarlas cada noche, aunque esto se quedaba en un simple decir.

Las voces, los tactos de aquellas frías manos esqueléticas jalándola hacia una negrura infinita se volvieron recurrentes y le hacían malas pasadas. De un día para otro, de hecho, desde el mes que estuvo inconsciente, ella se sentía como una de las apariciones de su sueño. Se sentía fuera de lugar, extraña, con un malestar indescriptible; también sentía algo parecido a una bruma en su cabeza, como si hubiera algo que olvidara constantemente, en un pensamiento que se ahogaba tratando de salir y, a pesar de todo esto, se sentía vacía. Siempre vacía.

Y producto de este sentimiento de abandono, sus pocas relaciones personales se fueron al diablo. Algunas por miedo, otros por el simple paso de la vida. Después de que todo cambió, un día de verano se fueron de Gravity Falls y regresaron a Royal Woods, o al menos muy cerca de ahí. Porque otro de los daños que provocó antes de estar en el hospital fue dejar a Lynn con un dolor de cabeza permanente; una dolencia que ningún doctor podía diagnosticar, por lo cual se limitaron a recomendarle dos cosas: que visitara un psiquiatra o se alejara de los lugares ruidosos para tener algo de paz, y si bien ese pueblo de Oregón era tranquilo, estaba lleno de cosas y recuerdos que no le hacían bien a ninguno de los dos.

Una vida completamente feliz hasta un que un desliz de algo más allá de su entendimiento cambió sus vidas por completo; se juraron amor frente al altar mientras ella usaba la única prenda blanca que tuvo en la vida y él se veía tan elegante como un rey en aquel traje que jamás volvió a usar. Tuvieron un hijo, tuvieron nietos, los vieron crecer y ser felices hasta este horrendo momento, y es que Lynn jamás volvería a sufrir ningún dolor de cabeza. Su rostro de paz en el ataúd le terminaba por confirmar esto a Harriet.

El tener contacto con su propia mortalidad es una de las razones de que la gente se sienta extraña en los funerales, pero para Harriet al ver sus manos arrugadas, sus cabellos blancos, el perder varios de sus dientes y comenzar a usar bastón luego de encorvarse se lo recordaban todos los días. Estando frente al ataúd de su amado esposo mientras que su hijo y su familia la abrazaban no podía evitar llorar al igual que cuando enterró a su madre, al igual que Lynn cuando fueron sus padres; una despedida jamás es fácil, pero Harriet estaba llorando porque a diferencia de toda esa gente y apariciones de su sueño, Lynn nunca llegó para despedirse, para darle un último beso o contarle cómo era el otro lado como se lo prometió algún día, ni siquiera para causarle pesadillas. Nada.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó su hijo.

En la cara de su niño pudo ver vivo de nuevo a Lynn, como dos gotas de agua, aunque tristemente regresaba de nuevo el recuerdo y el rostro de la muerte. Detrás de él, su nieto querido se acercó para abrazarla y por mucho que se alegraba de verlo no pudo evitar que se le formara un nudo en el estómago de la ansiedad tan sólo por escuchar ese susurro.

Lucy...


Días después de enterrarlo, meses de hecho, Harriet seguía esperando el sueño con Lynn; esperaba volverlo a besar, abrazarlo, llorar en su pecho y si su sueño se lo permitía, incluso hacerle el amor nuevamente, pero esto jamás llegó a ocurrir.

Ahora que estaba sola en su casa trataron de persuadirla de irse a un asilo o por lo menos llamar a una agencia para contratar una enfermera, sin embargo todo se quedó en meras súplicas de la familia y por bien de conocerla, supieron no insistir. Si la abuela Harriet decía algo, era ley. Fueron en estas divagaciones y momentos de soledad cuando Harriet por fin pudo pararse a sentir algo que huyó de ella a muy temprana edad; a dejarse envolver en esa sensación provocada por momentos especiales junto a su esposo o su familia, un sentimiento extraño en el buen sentido. Después de muchísimos años –una vida, mejor dicho– Harriet por fin sentía paz.

Sí, incluso sin recibir a su esposo en sueños, habiendo perdido sus poderes de predicción y telepatía. Por supuesto, estaba triste por lo de su esposo, pero sentarse en su vieja silla en el porche de su cabaña y escuchar el ruido del viento, de las aves y de algún ocasional coche que pasaba en el camino de más adelante resultaba nuevo. Por fin podía oír los ruidos de la naturaleza, y no las voces de los difuntos o de los pensamientos morbosos de otras personas; resultaba bastante irónico el tiempo para dormir que ahora no aprovechaba para poder vivir, al menos estos días de su vejez, algo que le fue robado desde niña.

Lucy...

Ese fue el último pensamiento sobre su familia, el nombre de su bisnieta que nacería dentro de unos años. Dejando de lado el paraje tan agradable que observaba se dirigió hacia dentro, cerrando los ojos y llenándose los pulmones con el aroma tan particular de su hogar. No obstante ahora parecía un lugar ajeno, pues había algo que no encajaba pero no lograba discernirlo; en todo caso, sólo había una cosa por hacer y se dispuso a hacerlo: escribir una carta con instrucciones.

Más tarde, después del anochecer, volvió a su mecedora en el porche acompañada de una taza de té de canela y unas galletas de mantequilla que intentó preparar como lo haría su difunto esposo, cosa imposible pues la sazón de Lynn era irrepetible. Aun así, las disfrutó con ganas mientras escuchaba el cantar de los grillos por la lejanía, como una sinfonía escrita especialmente para ella en un auditorio exclusivo y privado. Se quedó con la taza de té en las manos, oliendo la canela y sintiendo el vapor calentando su rostro mientras cerraba los ojos, pero de pronto los grillos se quedaron callados. Al sentirse extrañada por la ausencia de ruido abrió los ojos, notando que los árboles desaparecieron y en el cielo la luna pareció volverse inmensamente más grande. Todo se puso frío, y entonces regresó de nuevo a la normalidad, dándose cuenta de que su taza de té se puso helada, como si se hubiera dormido con ella en las manos.

Ignorando el cantar de los grillos se levantó sin siquiera ocupar su bastón y alzando la mirada al cielo comenzó a llorar y apretar la mandíbula con ira. Sentía que el cielo tupido de estrellas y la luna oculta por una solitaria nube le devolvían la mirada.

— ¡Estoy bien! —gritó con enojo— ¡El frío ya no me hace nada! ¡NADA!

En medio de las estrellas, la nube y la luna pudieron verse al fin las sensaciones que tanto la atormentaron durante su vida. Nada menos que un inmenso vacío de color negro; negro de una oscuridad que durante tantas noches Lynn vio en su rostro. Una oscuridad albergada en lo profundo de su mente y haciéndose enorme con los años. Y entonces escuchó cómo se cayó su taza de té. Al voltear hacia el ruido gritó con espanto al verse dormida en la silla. Sus manos habían caído y la taza se rompió en el suelo cuando la soltó. Esto estaba yendo realmente mal, muy mal.

De entre los árboles comenzaron a brotar cientos de destellos, la oscuridad había bajado a la tierra y poco a poco, como si fuera una horrible mancha de aceite o alquitrán, comenzó a devorar todo. En ese frío paraje, Harriet sólo pudo ver a la luna. En un último momento de amargo desconcierto y raciocinio simultáneos, supo que se trataba de la estrella fría. Sin embargo, sintiendo el terror de esa amarga regresión a toda su vida y ahogar un grito con sus manos en la boca, se dio cuenta de que no era una estrella. Nunca lo fue.

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