Memorias de un lejano ayer

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Si un anciano muere en soledad, el apocalipsis vendrá.

—Mago de Oz (El séptimo sello)

Uno, dos, tres, cuatro golpes.

Lola miró con miedo total la forma en que el anciano golpeaba el vidrio de la ventana, sorprendiéndose también de que el mismo no se quebrara. La saliva escurría por su boca arrugada, saliendo junto con el aliento remarcado por el frío de la estancia; se notaba furioso, pero al mismo tiempo lloraba como si estuviera presenciando una tragedia. En tanto, Barry le sujetaba el brazo con fuerza, tratando de jalarlo hacia adentro antes de que quebrara el vidrio.

— ¡Déjala! —gritaba golpe tras golpe— ¡Déjala, déjala, déjala, maldición!

— ¡Abuelo, ya! —suplicaba el jovencito, luchando por retirarlo de la ventana.

No obstante, su fuerza no parecía propia de su edad al dejar trabada la rueda de su silla con una sola mano, golpeando furioso el vidrio con la otra, deteniéndose sólo para limpiarse las lágrimas y la saliva. Dios santo, ese llanto tan escabroso y doliente estaba poniéndole los cabellos de punta a la pobre rubia quien, paralizada por el miedo, no se atrevía a ayudarlo.

— ¡Que la dejes, desgraciado! ¡Animal, inhumano!

Por fin dejó de golpear la ventana, pero con la misma mano hacía por arrancarse su ya escaso cabello cano, lográndolo en algunos momentos. Su cabeza se agitaba en negación, seguía llorando y babeando, diciendo cosas que ya ni siquiera alcanzaban a entenderse.

— ¡No, no, no! ¡La está matando! —gritaba hacia el lado contrario de donde estaban Lola y Barry.

—Tengo que llamar a la policía —anunció por fin la pequeña diva.

— ¡Hazlo! —Barry no tuvo más opción.

Pero entonces, como si aquellas hubieran sido las palabras oportunas el anciano dejó de gritar y agachando su cabeza comenzó a moquear y gimotear, hasta la mano por fin le dio tregua a la rueda permitiendo que Barry pudiera apartarlo de la ventana. Fue una suerte total que ninguno de los vecinos anduviera caminando por ahí, aunque quedaba la posibilidad de que alguno ya los hubiera denunciado.

—Perdón por esto, Lola —dijo el chico.

—No te preocupes, Barry —contestó ella fingiendo una sonrisa.

Al acercarse a su novio, sacándoles a ambos un nuevo susto, el abuelo agarró ferozmente a Lola por el brazo haciéndola palidecer del miedo y del dolor del agarre. Sin embargo, siendo ella joven y más fuerte que él, en un acto reflejo lo derribó al librarse de la sujeción, tambaleando la silla y tirándolo en el suelo. Todavía asustados, los dos se estremecieron al escuchar romperse la manga del abrigo de Lola. A este punto ella temblaba, mientras su novio juntó el valor y la fuerza para levantarlo por mucho repelús que causaba al tiritar mientras seguía farfullando.

No teniendo el suficiente coraje de llamar a la policía, y en un acto de compasión, Lola llamó a la única persona capaz de ayudar a Barry.

Las últimas veces que Lana había platicado con Lola pudieron contentarse, al menos un poco para su situación. Por un lado, Lana aceptó su comportamiento infantil debido al acercamiento de ellos dos, y Lola se disculpó por haber estado, aunque sin saberlo, restregándoselo en la cara.

Para distraerse ahora que las vacaciones empezaron, Lana decidió salir a la calle y prestar sus servicios para despejar las entradas del vecindario de la nieve que tapizaba toda la ciudad. Hasta ahora llevaba cinco casas, ya era medio día, y tenía 50 dólares para sus ahorros. Sin duda estaba satisfecha, incluso pensó en seguir después de almorzar en casa, y entonces puso dirección a la avenida Franklin dando vuelta en la esquina, en la zona de construcción de la calle Orwell. Desde afuera, el enrejado que pusieron parecía bastante sólido, aunque se prestaba para trepar y escurrirse para curiosear un poco. Recordando el incidente de meses atrás, cuando Luna la defendió del vigilante que le jaló la oreja, desistió de hacerlo, aunque ganas no le faltaron.

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