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 Gustabo y Horacio querían el dinero que había prometido el superintendente

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Gustabo y Horacio querían el dinero que había prometido el superintendente.

Ese dinero fue sacado gracias a Pablo y yo decidí no agarrar nada pero de todos modos los acompañé hasta comisaría.

Yo me quedé en la parte de abajo y ellos subieron al despacho.

—¿Cómo se encuentra? — me preguntó el comisario Greco.

A esta hora la comisaría estaba tranquila, la sala de espera estaba vacía. Pero no tardaría mucho en llegar la gente.

Yo estaba sentada viendo mis zapatos. Verme muy seria no era algo que se veía a menudo.

—Pues, bien — me encogí de hombros y recargue mi espalda en el respaldo.

—¿Habéis venido a ver al super?

—Ellos, yo no quise subir — señalé mi cabeza a las escaleras — no va a tardar el griterío de todos modos.

Soltó una risa y me dio la razón.

Después de una hora, la comisaría empezó a llenarse y el comisario tuvo que ir a atender. No tardo en verse estresado y me era divertido ver lo aburrido que estaba escuchando a una señora que contaba cómo le habían robado su bolsa.

—Vengo a buscar a Pablo Escobilla.

—¿Escobar?

—¡Escobilla, pendejo! ¿Tienes tapadas las orejas o qué?

No me chingues.

Era Emilio, el hermano menor de Pablo. Me estaba dando la espalda. Su cabello estaba amarrado en una pequeña coleta. Solté una risilla, así lo traía desde que éramos niños.

—¡Emilio!

Se giró con el ceño frunció y yo me paré de mi asiento.

Su cara se suavizó y me sonrió con emoción.

No tardó mucho en abrazarme con fuerza, elevándome un poco del suelo.

—Ya sabía que andabas por acá — me dijo al separarnos — Pablo me dijo.

—¿En serio? — un nudo se formó en mi garganta y traté de tragármelo.

Él asintió.

—Desde hace una semana no me ha marcado, me preocupe y vine para acá ¿tú sabes dónde anda?

Iba a contestarle pero sentí un empujón.

Era Horacio que salía despavorido con Gustabo riendo y el super detrás de ellos gritándoles.

—¡Dejad de tocarme los putos cojones!

Gustabo y Horacio se pusieron detrás mía y Emilio los vio con el ceño fruncido.

La mirada del superintendente se suavizó al verme y le di una sonrisa.

—Ya mejor me los llevo para que no se los siga tocando — le respondí burlona.

—Me harías un tremendo favor.

Me giré con ellos y empecé a caminar con Emilio a mi lado.

—¿Ya escucharon? Que dejen de chingar.

—¿Quién era ese viejo?

—El superintendente — respondió Gustabo con obviedad — el más importante de la ciudad.

—¿Tú quién eres?

—Emilio Escobilla.

—¿Escobilla?

—¿Es hermano de...?

—Sí — interrumpí la pregunta de Horacio — sí es.

—¿Y ustedes dos de dónde lo conocen? — ya estábamos afuera. Emilio seguía viéndolos con el ceño fruncido y ahora ya tenía los brazos cruzados.

—Sus amigos también son nuestros — respondió el rubio con simpleza.

A Emilio le gustó esa esa respuesta y dio un asentimiento.

—¿Y ahorita dónde anda Pablo?

—No sé cómo...

—Mónica ¿donde está mi hermano?

Ya habíamos caminado a unas cuadras de la comisaría.

—Lo cacharon — respondí y sentí mi pecho oprimirse.

—¿O sea que está en la cárcel?

Negué.

—No quiso hablar y... — un sollozo se salió de mis labios.

Emilio empezó a recargarse en la pared y se deslizó hasta el suelo, poniendo sus rodillas a la altura de su pecho.

—¿Lo mataron?

—Él se suicidó.

—No me chingues...

Empezó a respirar con dificultad y se cubrió el rostro con sus manos.


...

Después de calmarse (de todos modos seguía bastante alterado y sobre todo triste) decidimos dar una vuelta en el carro.

—¿Quieres que te llevemos a tu casa o...?

—No quiero estar solo — me dijo casi en un susurro.

—Perdón, Emilio, se que debí hacer algo pero no me di cuenta en que momento agarro la pistola y...

Mis amigos nos miraban desde atrás por el espejo retrovisor. Estuvieron en todo el camino callados y se los estaba agradeciendo en silencio.

—No fue tu culpa, Mona, no sabías que se lo iban a llevar.

—No, pero a lo mejor...

—Pablo lo hizo por algo, hasta yo sé que no ni tú ni yo pudo haberlo evitado — me tomó de las manos. Su voz se seguía escuchando apagada — y yo estoy para arreglar sus cosas.

—¿Sus cosas?

—No quiero estar encerrado — habló esta vez también para mis amigos, ignorando mi pregunta — ¿algún lado que recomienden?

—Tenemos muchos en mente — dijo Horacio y miró de manera cómplice a Gustabo.

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No fear || Jack ConwayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora