Capítulo cuatro

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Nunca me había puesto tan ansiosa ante el tráfico delante del autobús en el que estaba sentada

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Nunca me había puesto tan ansiosa ante el tráfico delante del autobús en el que estaba sentada. Mi pierna no paraba de moverse y el ruido que hacía la suela de mi zapato contra el piso desesperaba tanto a la gente alrededor mío como a mí.

Otro semáforo rojo y los pálpitos de mi corazón llegarían a hacerle competencia a la rapidez con la que movía mi pierna. Diez minutos atrás, habría jurado que mi mala suerte había cambiado luego de que el autobús pasara más rápido de lo esperado.

Claramente me había equivocado.

Me había pasado más de quince minutos atorada a cuatro calles del canal donde se llevaría a cabo la audición. Maldita sea.

Sin poder aguantar otros minutos de espera, me acerqué al conductor para poder bajar del auto y correr lo más rápido que pudiera.

—¿Podría abrir la puerta? —casi le supliqué.

El señor en cuestión volteó a verme con el entrecejo fruncido ante mi inusual petición. La siguiente parada quedaba a dos calles y tenía prohibido el dejarme bajar antes, pero solía ser testigo de cómo muchos se saltaban aquella norma y esperaba que el conductor fuera uno de esos.

—Por favor —junté ambas manos en el aire—, estoy a minutos de perderme la oportunidad más grande de mi vida. Prometo correr para que nadie vea que baje de aquí. Por favor, por favor, por favor.

Repetí incontables veces las últimas dos palabras y acompañé mi suplica parpadeando más de cien veces por minuto —si es que aquello era posible—. El conductor no hacía más que verme con los ojos muy abiertos y una ceja enarcada.

—Por un demonio —suspiró una señora mayor a mis espaldas—. Abra la maldita puerta si así dejo de oír y ver como mueve su pierna como si se fuera hacer pis encima.

El conductor parpadeó rápidamente ante la intervención de aquella mujer. Sin detenerme a agradecerle, baje de un solo salto del autobús.

Mi tobillo no agradeció aquel salto, pues se torció y un hormigueo empezó a fastidiarme, pero ignorarlo fue la mejor opción que tenía en el momento. Sin dejar que un segundo más pasara, corrí lo más rápido que mi tobillo recién lesionado me permitía.

Diez minutos. Quedaban solo diez minutos y cerrarían las puertas del canal. Oí a lo lejos las bocinas de los autos sonar con la misma impaciencia que tenía yo por llegar.

Mis pulmones dolían al igual que mis pantorrillas, pero aquello significo nada cuando llegué a la fila del canal. Mis piernas temblaban y el aliento era lo que más me faltaba.

Los encargados de seguridad revisaron que no portara nada extraño y me dejaron pasar. Extraño, pero no me detendría a preguntarles porque hacían eso. Intenté tomar tanto aire como pudiera por la nariz y cada vez me hacía más consciente de mis exhalaciones, mientras daba un paso más para ser tal vez la última chica de la fila.

Estrellas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora