Capitulo L

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Durante algunas horas le miro dormir. El semblante abatido del duque por el escollo de aquella noche no había menguado su deseo de estar con su hijo, incluso si este se quisiera ahogar en una pileta llena de alcohol, aun así, Richard estaría ahí por todos aquellos años donde había procurado economizar su presencia ante él.

El estado de Terry era lamentable, apestaba a ginebra y tenía algunos restos de comida salpicados en la camisa, al muchacho le resultaba imposible abrir los parpados sin que estos no se cayeran pesadamente en segundos, de momentos esbozaba una sonrisa perezosa y cooperaba para no ser arrastrado completamente, otras simplemente era como un muñeco de trapo. Por suerte el peso muerto que cargaron entre el mismo duque y su mayordomo, era apenas lo bastante pesado como el de su hijo menor, Geoffrey, quien estaba algo regordete, pero Geoffrey solo tenía once años y Terrence ya tenía dieciocho y estaba a punto de alcanzar la misma estatura que su padre, quien era considerado alto. Algo que le mortifico de solo sostenerle, tan cerca como estaba de su hijo mayor, podía ver su rostro demacrado, unos pómulos que parecían cortar como cuchillas, los labios rotos: con heridas frescas propensas a infectarse de seguir mordiéndose con tanta fuerza, también podía sentir sus costillas a través de la chaqueta, ni una sola gota de grasa, sus costillas, la columna, las muñecas, sus huesos se pronunciaban a falta de peso.

Terry era un saco de huesos.

Su piel pálida casi traslucida carecía del rubor en las mejillas que indicaba la buena salud. Ni hablar del cabello largo y grasoso, bastante enredado ya. En un descuido y le hubiese confundido con una chica larguirucha y hosca.

Para el duque la pulcritud era algo muy importante, la compostura llevaba el segundo lugar y si bien, Terry no se esmeraba en ninguno esa noche, con él era diferente.

Siempre iba a ser diferente.

Alan, su mayordomo de toda la vida y la persona que podría ser galardonada con mil premios a la discreción, le aconsejo a su jefe que se fuera a descansar, después de todo, el señorito Terry ahora dormía plácidamente en una de las habitaciones y Richard se veía muy cansado, tanto que se le notaban cada uno de sus años o inclusive más, pero nada de eso parecía importar al duque, quien le dio las buenas noches a su fiel hombre de confianza y paso a sentarse en el sofá cercano a la cama donde dormía su hijo, ya ahí en vez de encender una lámpara, se decidió por la flama de la luz mortecina de una vela.

Desde ahí le observo descansar; a ratos, Terry parecía tener una expresión problemática en su rostro mientas musitaba palabras incomprensibles, a veces incluso se removía entre las sabanas y Richard creía que por fin se despertaría, después su rostro se volvía apacible y su padre creía volver a ver a Terry cuando era muy chiquito, así, sin ningún pensamiento que le abrumara, sin nada que le atemorizara, simplemente dormido, pronto su cara se volvía la de un niño: su hijo pequeño. Pero lo que le sorprendió más fue cuando le escucho llamarle, entre sueños Terry llamaba a Richard.

Hubiese querido despertarle y decirle que todo estaba bien, pero probablemente la impresión de verle lo contrariaría sobre manera y así, tan impulsivo como era Terry, probablemente querría huir, Richard frunció el entre cejo y solo cambio de posición al sentarse.

Ahora mismo, sus otros dos hijos debían dormir cada uno en una habitación caldeada en Boston, en una magnífica mansión, aunque más modesta que sus propiedades en Europa, era el nuevo hogar de Gloria y Geoffrey, hasta que la guerra hubiera terminado, claro estaba. Los mellizos se habían quedado bajo el cuidado de su niñera, la misma mujer que les había visto crecer y que había estado desde que fueran unos críos y del ama de llaves, después que cerraran su residencia en Londres por un tiempo, una opulenta mansión que abarcaba una cuadra completa en el barrio de Mayfair, pocos eran los sirvientes que se habían marchado a América con el duque de Grandchester y su familia. El invierno pasado que su esposa falleciera, los chicos habían derramado una lagrima o tal vez dos en sus respectivas alcobas, después se habían acostumbrado a que su madre no iba a estar más con ellos, nadie había llorado en el funeral de su esposa, esas muestras de nerviosismo o por demás sentimentalismo no eran bien vistas en el protocolo inglés.

Si fuéramos mayoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora