Capítulo 17

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  Mamá estaba llorando.

  No, no era mamá, ni tampoco era un llanto lo que escuchaba. Era una voz que tarareaba; suave, dulce, tranquila y feliz.

  ¿Qué estaría tarareando?

  No sonaba como una nana para niños, era otro tipo de canción, levemente familiar. ¿Dónde la habría escuchado?

  Estaba en una habitación circular, con paredes de color blanco, con un techo tan alto que era imposible de distinguir. La habitación estaba llena de puertas de todos los tamaños, formas, colores, fachadas, materiales y texturas. Mientras unas parecían de acero viejo y oxidado o de aspecto tan pesado que se veía imposible de mover, otras eran de una fina madera lustrosa, otras formadas de vidrios de colores, u otras sencillas como las que encontrarías en cualquier casa de campo. Ninguna era igual a la otra, todas eran únicas. De una de ellas provenía esa melodía.

  Agudicé el oído. Venía de una puerta abierta a mi derecha. Estaba cubierta por una única y sencilla cortina de seda blanca.

  —Ángel.

  La voz dejó de tararear, llamándome en susurros. Mis pies se movían por su cuenta. Extendí mi mano derecha hacia la cortina que ondeaba con suavidad, como movida por una brisa tenue; la hice a un lado, y su textura me dejó cosquillas en el dorso de mi mano.

  Era una habitación blanca, llena de más y más cortinas del mismo color que también ondeaban como movidas por una brisa, pero todo estaba rodeado por una bruma luminosa que no me permitía distinguir con claridad. Todo era brillante, y se sentía un ambiente cargado de energía; el piso era liso bajo mis pies descalzos, y al verlos noté que estaba vestido con mis pantalones de dormir gris oscuro y el collar de cuarzo* verde que siempre traía puesto.

  —Ángel.

  —¿Quién eres? —pregunté a la nada.

  —Shhh...

  —¿Qué quieres? —bajé la voz, casi un susurro.

  —Cierra los ojos —ordenó.

  Obedecí sin dudarlo. ¿Por que confiaba tanto en esa voz?

  Una mano comenzó a tocar mi brazo izquierdo, trazando círculos lentamente con la punta de sus dedos tibios, subiendo hasta mi hombro, sensual, erizándome la piel. Perfiló mi mandíbula y con suma lentitud tocó el lóbulo de mi oreja, acariciándolo como el pétalo de una flor. Sentí una respiración suave, acompasada y cálida en mi clavícula, y unos labios depositaron un beso casto y húmedo en ella. Mi cuerpo respondió ante la sensación, cosquilleando en mis entrañas, calentando mi bajo abdomen, haciéndome entreabrir los labios. Su otra mano jugueteó con la cinta de la cintura de mis pantalones, soltándola, haciendo que cayeran un poco.

  —¿Quién eres? —musité de nuevo.

  —Soy quien tú quieres que sea —respondió contra mi piel. La punta de sus senos rozaba mi abdomen, como dos botones de carne tibia, sugerentes, prometedores.

  ¿Quién quería yo que fuera?

  —¿Y quien es esa persona? —pregunté en un jadeo.

  —Mírame —ordenó.

  Al principio no abrí los ojos, temeroso de lo que me pudiera encontrar. Separé mis párpados con lentitud.

  Unos sonrientes ojos café oscuro me devoraban con la mirada, a penas distinguiéndose en medio de tanta luz. Yo conocía esos ojos, conocía esa mirada. Eran unos ojos que veían con intensidad, con fuerza, con vida, desprendiendo calor, paz y seguridad. Eran los ojos de la luna quieta, amable y pacifica, eran los ojos del sol, fiero y despiadado.

Los Chicos Guapos También LloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora