Capítulo 29

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  Mi debut en el sexo había sido a los 15 años. Ese momento en la vida de todo muchacho está repleto de sensaciones físicas, euforia, emoción, anticipación, miedo y una sensación única de despertar.

  Ese suceso cambia la manera en la que ves el mundo y a ti mismo, al punto que te llega a obsesionar la idea; te sientes distinto y los demás lo perciben, vas caminando por la calle, ves a todos los transeúntes, y no puedes evitar tomar conciencia de que todas esas personas son seres sexuales como tú, que fueron engendrados por un acto como el que tú ahora conoces de primera mano, y que muchos posiblemente lo harán ese mismo día.

  Es una idea rara, vergonzosa e increíble. Te sientes grande, invencible, y como si hubieses dado un enorme salto hacia la adultez debido al coctel de hormonas segregadas simultáneamente. Todo ello disparado por la experiencia memorable de la primera vez.

  Sin embargo, para mí fue un poco distinto.

  La noche que mi padre me echó a la calle, me enfrenté por primera vez a la dureza del mundo exterior. Fue horas después de lo que le ocurrió a mi hermana, y recuerdo que ese fue justo el día que iniciaron oficialmente las vacaciones. Mark y su familia se habían ido esa mañana a pasar esos días con sus abuelos al último rincón del campo, donde el viento daba la vuelta, no para descansar de los trajines de la ciudad ni para aislarse en la falta de señal de telefonía o internet, sino para trabajar sacando la cosecha de la temporada y hacer algo de dinero extra, por lo que pedir posada en su casa no era una opción.

  La primera noche me fui a la estación del tren que estaba abierta 24/7. En mi mente, pensé que sería un lugar seguro, pero cuando horas más tarde me desperté al caerme de bruces de mi asiento, noté que mi cartera y teléfono habían cambiado de dueño. Si no hubiera tenido abrazada mi guitarra, seguramente habría seguido el mismo camino. De nada serviría buscar ayuda en la policía, pues era menor de edad y me llevarían de vuelta a casa.

  Y esa no era una opción, no solo por mi padre, sino porque no tendría cara para estar bajo el mismo techo que Lily.

  En los siguientes días aprendí el arte de tocar en autobuses y en la estación para obtener algunas monedas. Los días buenos me alcanzaba lo suficiente para comprar comida caliente y pagar una habitación de motel de mala muerte, de esos donde no preguntan ni recuerdan, donde las prostitutas suelen acudir con camioneros ebrios para alquilar su cuerpo a cambio de unos billetes, o donde de vez en cuando se sacan en volandas los restos vomitados de un adicto al que se le pasó la dosis.

  Los días malos me alcanzaba al menos para un snack y un ticket para el tren, del cual no me bajaba hasta que amanecía.

  Me repetía a mi mismo que solo sería mientras duraran las vacaciones. Solo necesitaba esperar a que Mark y su familia volvieran. Podría pedirle ayuda a su madre, buscar empleo de algo y pagar mi estadía.

  Solo debía soportar, tocar, cantar y poner buena cara para provocar la compasión suficiente para una moneda.

  Pensándolo bien, luego de eso es que comencé a detestar las miradas de lástima y condescendencia.

  Recuerdo que cuando la conocí era entrada la noche. Había sido un día pésimo, una cuerda de mi guitarra había pasado a mejor vida. Descansaba en la banca de un parque del centro, intentando sin éxito tocar sin la cuerda faltante algo decente. Mi estómago rugía y tenía un humor de los diablos.

  Frente a mí se paró una señora que solo sabría describir como "un jamón". Su rostro estaba algo quemado por el sol, la piel flácida y pálida de su papada y brazos en movimiento me recordaba al moco de los pavos. Su cabello, que había intentado teñir de rubio pero cuyas raíces delataban su auténtico color entrecano, le conferían un aire de abuela intentando luchar sin éxito contra la edad; los lentes en su cuello, sus sandalias, camiseta, shorts holgados y bolso de flores, la delataban como turista.

Los Chicos Guapos También LloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora