Capítulo 35

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Cuando era niño le tenía miedo a muchas cosas: a la niña se la película El Aro*, a mi padre, los payasos, los saltamontes rojos (si, no los verdes, solo los rojos), a que el dentista me atravesará el paladar con el torno por accidente... Tu sabes, cosas usuales. Algunos de esos temores desaparecieron, otros se atenuaron, y con los que se mantuvieron... simplemente encontré la forma de evitarlos. Como el temor al accidente de algún dentista, por ello ponía especial cuidado en mi higiene bucal y me hacía chequeos sin ningún motivo dos veces al año. No caries, no perforaciones, no taladros dentales.

Eso mismo había intentado con muchas otras cosas, evitar. Pero con respecto a mi madre, evitar el cementerio y fotografías no lo habían hecho más fácil. Era más bien como esconder un cadáver en el armario: no lo ves, pero sabes que está tras esa puerta, y luego ya no le temes solo al cadáver, sino a los armarios, las puertas y así sucesivamente, como una escalada sin fin.

El problema era que tarde o temprano la vida te tira tus temores en la cara, y luego tienes que escoger, porque le temes a algo mucho peor y más inmediato.

En mi caso, ahí frente a la verja del cementerio, donde llevaba más de diez minutos de pie, me di cuenta que mi temor más inmediato era que algo malo le pasará a Lily.

Con los pies temblorosos, abrí la verja y entré.

Primero busqué al celador, pero no había estado al pendiente de quién entraba o salía.

Genial.

El cementerio de Santa Fé era enorme. Cerca del portón estaba la dirección, luego había una calle muy inclinada que atravesaba todo el terreno por la mitad, a los lados de este se desplegaban unas cuantas hilera de árboles, que al cruzar las a pie daban a un campo de césped donde se encontraban ordenadamente hileras de placas fúnebres.

Bajo una de esas estaba mi madre.

En la pared externa de la dirección estaba un pequeño croquis con las iniciales y apellido de los habitantes del campo santo, seguido del año del deceso. Después de buscar por un rato, di con el nombre que seguro buscaría Lily.

F. A. Wells, 2010.

Estaba lejos de la entrada: campo izquierdo, sector M, fila 17. Anoté la ubicación en mi teléfono y me dispuse a caminar.

Sentía los pies de plomo con cada paso que daba, y la calma del lugar no era reconfortante, sino más bien un silencio de ultratumba que reverencia a las voces del más allá.

Vamos Ángel, tú puedes.

Mi corazón palpitaba furioso, haciéndome difícil respirar.

Tu puedes, solo sigue, un paso a la vez.

Un pitido comenzaba a molestar mis tímpanos, y estaba dudando. Lo ignoré y seguí.

Cuando llegué al sector marcado con una M, no me detuve para recuperar el aire, sino que solo seguí. Pasé entre los árboles y ví las filas de placas. Conté hasta donde pude mientras caminaba, y cuando estaba a solo unos pasos de la número 17, me derrumbé.

El corazón me latía dolorosamente, el aire que entraba en mis pulmones era insuficiente, el pitido de mis oídos se hizo sumamente intenso, comencé a sudar frío y se me formó un nudo en la garganta que debía ser del tamaño de una pelota de tenis.

Comencé a hiperventilar.

Traté de retroceder tambaleante hasta la fila de árboles, apoyando mi espalda contra el tronco de uno. Tenía que calmarme, hablarme a mí mismo.

No pasa nada, no pasa nada. Piensa en música, en tu guitarra, en tus amigos...

"Amigos que tú alejas y lastimas, por lo que algún día te quedarás solo" razonó mi cerebro.

Los Chicos Guapos También LloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora