Capítulo veintiuno

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—Pues yo creo que mi idea era mejor —resopló Narciso, lanzándole las llaves de su Maserati al aparcacoches, que las cogió al vuelo.

Hice rodar mis ojos antes de decidirme a seguirle hacia el interior del restaurante que yo misma había reservado aquella mañana. Menos mal que, por una vez, había decidido tenerlo todo bien organizado.

—¿En serio, Narciso? —dije, empujándolo levemente cuando llegamos al atril del maître, imponiéndome.

El hombre frente a nosotros arqueó una ceja. Nos había reconocido, estaba claro.

—Tengo una mesa reservada a nombre de Agathe Tailler —dije con firmeza, aunque estaba segura de que ya se sabía mi nombre.

Él asintió y, tras apuntar algo en su enorme libro de reservas, nos indicó que le siguiéramos.

Narciso dejó que yo fuera delante esta vez, con el ceño algo fruncido y muy poco conforme con mi elección de restaurante, cuyo menú de degustación rondaba los doscientos euros.

Nos sentamos donde había planeado, justo al lado de una ventana desde la cual se podía ver uno de los barrios más exclusivos de París y el favorito de los paparazzi. Si todo iba bien, a las diez de la noche ya nos habrían sacado suficientes fotos para que me pudiera devolver a mi casa y no desperdiciar toda mi noche con aquel ser que tenía enfrente.

—Mi cita era mejor —insistió, una vez sentado.

Un sumiller se nos acercó para servir el vino de temporada y, acto seguido, un camarero nos informó del menú que ofrecían, aunque yo ya me lo sabía de memoria.

Narciso gruñó cuando eligió las vieiras en lugar del risotto, como si, de alguna forma, le molestara disfrutar de una cena de lujo.

—No creo que, con mi vestido de treinta y seis mil euros, hubiera encajado demasiado en un Kebab —afirmé, mirándole fijamente a los ojos, harta de que se quejara tanto.

—No has visto mucho cine, ¿verdad? Las mejores citas son las que surgen espontáneamente en lugares insospechados.

—Llevo un Dior —mascullé.

—¡Y yo un Laboureche! —exclamó, como si no me hubiera dado cuenta ya.

—¿Y a dónde pretendías llevarme? ¿A un barrio en el que me robaran el clutch por querer comerte un kebab grasoso?

—Yo quería un dürüm —se quejó, cruzándose de brazos como un auténtico niño pequeño.

Resoplé, frustrada por su actitud. Tal vez no había sido buena idea el acceder a salir con aquel imbécil, ni siquiera por la fama que me iba a dar aquello. Tal vez debería de haber hecho caso a Jonhyuck y tendría que haberme enfrentado a él en lugar de meterme en su juego, pero pensaba que así sería más divertido.

—Sus vieiras, señor Laboureche —dijo el camarero, dejando el plato frente al que un día fue mi jefe.

También dejó mi risotto, aunque sin pronunciar ni una sola palabra.

—¿Cuándo vendrán los periodistas? —dijo, llevándose entera a la boca su vieira. A veces me costaba entender cómo aquel hombre había sido y, probablemente, siguiera siendo el hombre más rico de Francia.

—Cuando se corra la voz entre los empleados. El maître ya lo sabe y el camarero también lo ha supuesto. Es cuestión de tiempo que alguno llame a la prensa para ganarse una pequeña recompensa y nos hagan unas cuantas fotos cenando juntos.

—¿Y no sería más entretenido si nos hicieran unas fotos los profesionales de Graham mientras recorremos el Sena de la mano cenando un buen dürüm de carne?

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora