Capítulo sesenta y dos

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—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Jonhyuck, desabrochándose el único botón que sujetaba su capa oscura.

Me descalcé, incapaz de seguir andando sobre aquellas sandalias. Ni se me había ocurrido por la cabeza volver a por mis botines tras la incómoda conversación con Narciso.

—¿El qué? —pregunté.

Él colgó la capa en el armario de la entrada, colocándose de espaldas a mí.

Vi a través de su camisa de organza cómo se tensaban sus músculos con la subida de sus brazos y cómo, poco después, volvían a relajarse.

—Provocar a mi hermano usándome a mí como objetivo.

Volvió a darse la vuelta, encarándome.

Ladeé la cabeza, dirigiendo mi mirada por su espectacular torso de marcados abdominales, plenamente visibles tras su arnés dorado.

—¿Por qué no debería de hacerlo? —inquirí, uniendo mis manos detrás de mi espalda.

Jonhyuck chasqueó la lengua y, como si se diera por satisfecho con mi no respuesta, pasó por mi lado, golpeando mi hombro con el suyo adrede.

Me di la vuelta con el impacto, que no había resultado, para nada, agradable.

—La comunicación no es tu fuerte —gruñí, viendo cómo subía los escalones de dos en dos.

—Ni la sutileza el tuyo —dijo, desapareciendo de mi vista.

Suspiré, sin acabar de comprender lo que acababa de ocurrir.

El viaje en coche habría sido silencioso de no ser porque le había pedido al conductor que pusiera mi CD de Fine Line.

No lo había visto raro ni incómodo porque sabía lo mucho que Jonhyuck apreciaba el quedarse solo con sus pensamientos, pero, al llegar a casa, la tensión era prácticamente lo único palpable en el ambiente.

Estaba segura de que, en parte, la aparición de su hermano en nuestro desfile le había afectado, pero no había caído en que lo que estaba provocando que Jonhyuck pareciera tan incómodo era mi última interacción con su hermano pequeño.

Me quité la capa negra que Vivienne había dejado en recepción junto a la de J, justo antes de dirigirme al segundo piso de nuestro increíble dúplex de París.

La madera crujió a mis pies y ese fue el único sonido que pude oír en todo el apartamento.

Busqué a Jonhyuck con la mirada, hasta que advertí la puerta de su habitación cerrada, a pesar de no haber escuchado ni siquiera el chasquido de su cerrojo.

Resoplé, resignándome a intentar averiguar lo que ocurría por la estúpida cabeza de Jonhyuck a esas horas de la noche.

Me encerré en mi habitación dando un portazo, dejándole clara mi posición, por si, en algún momento de lucidez, decidía volver a aparecer por allí.

No pude evitar pensar en esa noche de octubre, cuando, borrachos y victoriosos tras la lectura del testamento de Claudine, nos besamos junto a la puerta, después de despedirnos en el pasillo.

Suspiré a la vez que dejaba caer mi falda de tul al suelo.

¿Por qué había tenido que aparecer Narciso aquella noche? ¿No le habían sido suficientes las numerosas veces que le había rechazado en privado, para haber decidido hacerlo esta vez en público?

Recogí mi falda del suelo y la dejé sobre el sillón que decoraba una de las esquinas de mi habitación.

No podía evitar pensar que todo era culpa suya. Si no me hubiera dejado engañar por nuestra falsa relación en nuestro regreso a París, si no me hubiera acostado con él, si no le hubiera dedicado un maldito libro, tal vez habría vuelto satisfecha de mi desfile y Jonhyuck no se habría encerrado en su habitación molesto por haberle incluido en mi diálogo con Narciso.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora