Capítulo sesenta y cinco

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Guste no sabía lo que estaba sacrificando por nuestra falsa relación.

Iba a perderme el desfile de Sabine Rocs por él, por su necesidad imperiosa de querer sentarse en primera fila en el desfile de Laboureche, sobre el que mi única jurisdicción era sobre los trajes embelesedores de los Selectos que los medios iban a aclamar.

Sabía que Narciso no se encontraría en su despacho, solo porque, durante la Semana de la Moda, se nos permitía asistir a los desfiles a los que habíamos sido invitados como compensación por las duras semanas de trabajo. Y a mi jefe le gustaba trabajar, pero no tanto.

Mis pies prácticamente anduvieron solos hasta llegar a aquel imperioso portal de diseño haussmaniano —obra de la reconstrucción post napoleónica de mediados del siglo XIX—, donde era sabido por todos los amantes de la moda que Medeleine Laboureche, la fundadora de la más prolífera empresa de moda, había nacido a finales de ese mismo siglo.

Recordaba a la perfección que Claudine había dejado en herencia sus tres pisos del edificio a Narciso y no había nadie tan excéntrico como él para vivir en la casa museo de su propia tatarabuela.

Me coloqué frente a la marquesina y esperé a que el portero me abriera la puerta.

Entré, sonriéndole, segura de que iba a dejarme subir sin motivo aparente.

—¿Puedo ayudarla, señorita Tailler?

Así que sabía quién era. Bien.

—¿Sería tan amable de permitirme subir al piso del señor Laboureche? Tengo asuntos de trabajo pendientes y sé que hoy no va a estar en su despacho para poder resolverlos.

El anciano portero de cabellos blancos asintió, dándose la vuelta hacia el teléfono fijo que tenía junto a las veinticuatro llaves que decoraban una pequeña estantería.

—Señor Laboureche, hay una dama que precisa de su atención en estos momentos —dijo, con la voz algo cascada por los años. Hizo una pausa, probablemente escuchando lo que Narciso le decía—. Sí, desde luego. Parece urgente... Claro. Muchas gracias, señor Laboureche, que tenga un buen día.

Esperé a que colgara el teléfono para dirigirme a él.

—¿Qué apartamento es? —pregunté, colocando las manos sobre el mostrador.

—El tres, el trece y el veintitrés —anunció con una sonrisa.

—¿Vive en los tres pisos? —pregunté, extrañada.

—El tercer piso lo reserva como lugar de trabajo, el treceavo como recepción para el ocio y las festividades y el vigésimo tercero lo usa como su hogar.

Intenté forzar una sonrisa.

—¿Y en cuál va a recibirme?

—En su hogar, por supuesto —soltó, como si fuera obvio.

Apreté los labios e hice una pequeña reverencia a la vez que le daba las gracias, incómoda. Jonhyuck y yo vivíamos en un dúplex, en el que la planta baja era usada como taller, aunque no distinguíamos ninguno de los pisos como lo hacía Narciso Laboureche.

Me dirigí al ascensor y apreté el botón que llevaba a la tercera planta, el ático en el que debía de estar viviendo mi antiguo y nuevo jefe.

No fue difícil encontrar el apartamento, pues solo había cuatro en la última planta del ostentoso edificio de remaches dorados y alfombras bordadas de dos siglos de antigüedad.

La puerta de madera tenía sobre ella un identificativo dorado que decía, claramente, "23".

Vi que estaba entreabierta, probablemente porque el portero le había avisado de mi llegada, así que, sin más, entré, esperando a que él estuviera tras de ella.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora