Capítulo sesenta y seis

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—Te veo muy convencido —reí, incapaz de tomarle en serio.

—Lo estoy.

Le había dado una oportunidad para arrepentirse de su extraña confesión, pero no parecía dispuesto a echarse atrás.

—Pensaba que nuestro odio era mutuo —murmuré, colocando mis manos sobre su pecho, soltando la corbata.

—Y yo que nuestro deseo también. Es inevitable, Tailler.

—Del deseo al amor hay mucha introspección, Laboureche.

Chasqueó la lengua, poco convencido con mis palabras.

—Yo la he hecho.

—¿Y me odias? —pregunté, batiendo mis pestañas en su dirección.

Seguía teniendo su mano enredada en mi cabello, deslizando sobre mi cuero cabelludo las yemas de sus dedos, acariciándome sin darse cuenta de que lo estaba haciendo.

—Sí.

Bendita respuesta, Narciso Laboureche.

—Quiero oírlo salir de ti.

Ladeó un poco más su perversa sonrisa.

Adoraba jugar. El reto era estimulante para él y yo parecía ser su claro objetivo y, para alguien tan competitivo como lo era Narciso, el que yo estuviera provocándole no era más que su mayor pasatiempo.

—Te odio, Agathe Tailler.

Vi cómo descendía su rostro, dispuesto a besarme, pero yo no estaba lista para hacerlo. No había ido hasta su casa para acostarme con él. Tenía varios desfiles a los que acudir y ya me había perdido el primero por culpa de la petición de Guste.

—Pensaba que ya habías conseguido tu cometido al acostarnos juntos en tu despacho —susurré en su oído cuando conseguí desviar mi rostro del suyo—. Te libré de mi carga para que tu vida sexual volviera a ser plenamente satisfactoria.

Olía a champú de coco y su cabello seguía humedo tras la ducha.

Él también inspiró mi aroma, delatándose al jadear ligeramente al expirar.

Su mano libre se colocó sobre mi cadera, hundiendo sus dedos en mis curvas, muy cerca de mi trasero. Sentí un incómodo cosquilleo en la zona baja de mi abdomen, delatando lo mucho que mi cuerpo le deseaba.

Suerte que mi parte racional conseguía apartar mis impuros pensamientos sobre aquel hombre de proporciones casi divinas.

—¿De verdad crees que, cuando me acuesto, puedo pensar en otra que no seas tú? Eres mi cruz, Agathe. Llevo dos años creyendo que mi ira era lo único que provocaba mi impotencia, pero es obvio que es solo mi odio manifestado en forma de deseo el que es totalmente dependiente de ti.

El odio y el deseo no solían ser complementarios, aunque, en la relación que nos unía a mi jefe y a mí, no parecía haber otra explicación lógica que la de que la lujuria opacara nuestra ira mutua.

—Muy tóxico de su parte, señor Laboureche.

—Yo nunca he dicho que no lo sea —susurró contra mi oído, depositando un suave beso sobre mi lóbulo, provocando que toda la piel de mi sensible cuerpo se erizara ante su tacto.

Sí, desde luego que le deseaba.

—Tú eres el tóxico, Jonhyuck el respetuoso y Guste el inocente.

—¿Y a ti cuál te gusta más?

Su pregunta acarició mi oído a la vez que su mano descendía un poco más sobre la curva de mi trasero. Estaba tan caliente que podía asegurar que sentía mi calor a través de mi gruesa falda de tul.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora