Capítulo cincuenta y ocho

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—Qué bonita se ha quedado la noche, ¿no crees?

Carraspeé, mirando por la ventana de su Maserati cómo las farolas que decoraban las amplias aceras de las vías parisinas cambiaban de una calle a otra, iluminando los desiertos caminos a casa. Jonhyuck había tomado el más largo de todos.

—No me gusta la luna menguante —murmuró.

Me fijé en el oscuro cielo nocturno, tan solo iluminado por el amarillento satélite, pues era complicado que, en pleno centro de París, se pudiera ver alguna estrella.

—A ti no te gusta nada —dije, apoyándome en el respaldo del asiento de cuero.

Tan solo tuve que estirar el brazo para subir la temperatura de la calefacción que me apuntaba directamente a mí. Estábamos en pleno otoño y yo llevaba tirantes y la espalda completamente descubierta.

—¿Por qué estás tan segura de eso? —preguntó, mirándome de reojo.

Vi cómo agarraba el volante con ambas manos, con los nudillos prácticamente blancos por la presión.

—¿De que no te gusta nada? —inquirí, arqueando una ceja.

Él asintió con la cabeza.

—Creo que he demostrado pasión por varias cosas desde que nos conocemos —gruñó.

—Sí, claro. Por tu familia... Ay, espera, no. Por dirigir una empresa... Uf, creo que tampoco. Por... ¿ser multimillonario y poder gozar de todo lo que desees? Siento decir que... No.

Suspiró sonoramente, a propósito para que le escuchara. Aparentemente, mi conversación era aburrida.

—Me gusta la moda. Me encanta diseñar y adoro ver cómo me gano la vida gracias a mi trabajo y talento, no por ser el sobrino nieto de Claudine Laboureche y haber heredado su dinero, su empresa y el favor de mi familia paterna.

—Eso creía yo hasta que delegaste todas tus responsabilidades creativas en mí, dejaste al cargo de nuestra propia empresa a nuestra jefa de taller y empezaste a dedicarte exclusivamente a ser el CEO de Laboureche y absorber lo que tú y yo habíamos creado a la vez para hacer de ello un recuerdo del pasado.

—¿Puedes dejar de decir estupideces, por favor?

Miré al frente, con la barbilla en alto.

Me fijé en que ni siquiera había tomado el camino más largo a casa, tan solo no estaba yendo ahí. No sabía ni en qué avenida estábamos, solo que no estaba ni siquiera cerca de nuestro distrito.

—No te atrevas a llamarme estúpida, Narcisse.

Nunca le llamaba así. Sabía perfectamente que ese era el nombre que se le había impuesto como futuro heredero de su bisabuelo, como hombre sin capacidad de decisión, porque el ser un Laboureche había sido su cometido desde el día en que nació. Sus orígenes maternos habían sido completamente erradicados al ser criado por su padre y sabía que lo único que le aferraba a ella, a la que casi ni había conocido, era su nombre coreano y su pasión por el diseño y la confección.

—Lo siento —murmuró—. Sabes que lo último que quiero hacer es ofenderte.

Su voz era suave, intentando acariciar con sus palabras la sinceridad.

—¿Estás molesto porque elegí a Guste para ser mi pareja en la inauguración? —pregunté, jugando con el corte de mi vestido.

—¿Por qué iba a molestarme que eligieras a tu novio como acompañante?

—Sabes que no es mi novio de verdad.

—Todos creen que sí. Es lo más lógico.

A pesar de su robótica respuesta, sabía que había algún resquicio de celos en sus palabras.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora