Capítulo treinta y tres

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Narciso Laboureche era estúpido.

No solo por el hecho de que me acabara de dejar plantada porque mi primo estuviera documentando nuestra falsa cita romántica como cientos de periodistas habían hecho años atrás, sino porque esperaba que aquel paseo hacia el vacío Marché aux Fleurs en silencio y soledad tuviera un trasfondo sentimental por mi parte.

Si estaba ofendido y se sentía engañado por haberle pedido a mi primo que grabara dos TikToks sonriéndonos el uno al otro, era su problema.

Y si era así, ¿por qué estaba yo tan enfadada?

Di una patada a una lata de Sprite que había en el suelo, haciéndola rodar por todo el puente que cruzaba el Sena hacia la avenida a la que me dirigía con el paso firme, sin dejarme intimidar por la altura de mis tacones ni la brisa nocturna que erizaba hasta el último vello de mis desnudos brazos.

No me molestaba el hecho de que Narciso se hubiera marchado de aquella forma tan dramática y digna de su persona, sino las razones por las que lo había hecho, a sabiendas de que lo nuestro jamás había sido real, ni la primera, ni la segunda vez.

Debería de aprender a aceptar que su actitud infantil y su soberbia no iban a llevar nuestro nombre a ninguna parte.

Me detuve al final del puente para asegurarme de que mi primo no me seguía. Podía ser tan dramático y chismoso como quisiera, pero sabía respetar mi espacio y más cuando mi pésimo estado de ánimo era por su culpa.

Tomé una gran bocanada de aire y, tras comprobar que no cruzaba la avenida ningún coche, avancé por la carretera hacia la otra acera.

No tardé en visualizar mi hermoso edificio, que, sin destacar en la monótona y bella arquitectura que caracterizaba el sector, estaba en la más atractiva posición de todas.

Sin embargo, un coche negro, con matrícula parisina y ocupando toda la entrada debido a su gran longitud, opacaba la iluminación de mi entrada, restándole protagonismo a la puerta de vidrio y hierro forjado.

Había un hombre apoyado en la puerta trasera del lujoso coche negro, con las piernas cruzadas, la camisa desabrochada hasta sus marcados pectorales y con un cigarro entre sus labios, que se consumía mientras él despeinaba su corto cabello con una de sus manos, liberándolo del gel que lo había sujetado durante todo el día.

Me detuve a cierta distancia, aunque plenamente visible para él, quien tardó lo que su cigarro demoraba en consumirse en advertir que le estaba observando como a un extraño desde el portal vecino.

Lanzó la colilla al suelo y, observándome fijamente a los ojos, soltó todo el humo que se había acumulado en su boca entre aquellos carnosos labios.

—Te estaba esperando —dijo, aunque era una obviedad.

—¿Por qué? —pregunté yo, mirándole de arriba abajo, como él también estaba haciendo conmigo.

Se dio un pequeño impulso para despegarse de la limusina, quedando de pie, iluminado por la lámpara de aceite de mi entrada, dotándole del protagonismo de un personaje del siglo XIX.

—Creo que me debes un contrato romántico como el que ofreciste a Narciso —dijo, sonriente, como si tuviera la obligación de ofrecerle mi tiempo a cualquier francés con problemas de autoestima.

—No recuerdo el momento en el que acepté ir de millonario en millonario a través de contratos que no me benefician en lo más mínimo.

Él se cruzó de brazos, colocándolos sobre su pecho, esperando que, si me observaba intimidantemente y marcaba sus deliciosos bíceps iba a hacerme cambiar de opinión.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora