Capítulo setenta

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Descorrí ligeramente la cortina para poder observar a mis invitados rodeando la pasarela.

Las invitaciones de Laboureche eran conocidas por ser las más exclusivas de la Semana de la Moda. No se habían actualizado desde la muerte de Medeleine Laboureche, por lo que la lista de asistentes seguía siempre el mismo patrón de antigua nobleza, alta burguesía, Anna Wintour y dueños de empresas de moda establecidos antes del siglo XX.

Ni influencers, ni periodistas histriónicos, ni siquiera nuevos ricos en busca de fama y contactos en el exclusivo mundo de la moda francesa.

No era de extrañar, pues, que solo hubiera cincuenta y siete asientos, todos a plena vista, aunque solo la primera fila era la que de verdad acaparaba toda mi atención.

Graham Gallagher estaba vetado.

Paulette Andrieu estaba vetada.

Michael Kors estaba vetado.

Y, sin embargo, Louis Auguste Dumont ocupaba ese codiciado asiento frente a la pasarela, con las piernas cruzadas y ese fabuloso traje verde, cuya americana ocultaba parcialmente la camisa de encaje con transparencias que, por alguna razón, combinaba perfectamente con mi vestido.

Justo detrás de él, con quien estaba hablando a la vez que jugueteaba con su teléfono, estaba su hermano gemelo, vestido exactamente igual que él.

Bastien tenía una mano sobre el respaldo del asiento de Guste, ayudándose así a sujetarse para evitar caer de frente, ya que su rostro estaba prácticamente a la altura del de su hermano. Él sonreía y Guste no. Eran iguales y a la vez completamente diferentes, lo que justificaba a la perfección que, aunque vistieran de la misma forma, tuvieran el mismo corte de pelo y sus rostros fueran endemoniadamente parecidos, mi mirada seguía fija solo en él y no en la preciosa sonrisa de su hermano.

—Estamos listos —dijo una voz a mis espaldas.

Di un salto hacia atrás a la vez que soltaba bruscamente la cortina, intentando ocultar mi delito, aunque era bastante obvio que había estado controlando a mis invitados a través de ella.

La organizadora del desfile, una joven alta, de rostro redondo y gafas metálicas, me sonrió, aunque como si alguien le obligara a hacerlo.

—Lo siento —afirmó, a pesar de no sentirlo en absoluto.

—Marie, ¿verdad? —dije, carraspeando, intentando mantener la compostura. Ella asintió con la cabeza—. Perfecto, voy a avisar a los selectos de que el desfile va a empezar. ¿Has visto el horario?

—Yo hice el horario —murmuró, con media sonrisa—. Primero saldrá el señor Laboureche a exponer el tema del desfile, treinta y nueve segundos en su discurso y empiezan a sonar los violines. Dos minutos y cincuenta segundos de discurso de bienvenida antes de que empiece el cello y el señor Laboureche desaparezca tras la cortina. Solo veinte segundos entre modelo y modelo después, anunciadas por un cambio de clave en la música de orquesta, hasta el cierre del desfile. Después aparecerán el señor Laboureche, usted y el otro señor Laboureche a ser aplaudidos por la audiencia durante cuarenta segundos.

Ni siquiera parpadeó al contarme todo aquello, algo que me pareció sublime. Estaba tan concentrada y tan dedicada a su trabajo que ni siquiera me vi capaz de interrumpirla.

—Bien, perfecto. ¿Sabes si Philippa y Gérard han terminado con los arreglos sobre sus modelos?

Marie volvió a asentir.

—Estamos listos —repetí, asegurándome de que había dejado la cortina bien cerrada.

La vi apretar el pinganillo en su oído y se alejó hablando demasiado rápido para que alguien la entendiera.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora