Capítulo veinticuatro

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—Jonhyuck... —susurré, esperando a que se detuviera.

Él giró la cabeza, pero no aminoró el paso.

Me observó con aquellos ojos rasgados de indescifrable significado. Tenían la oscuridad de la noche y el brillo del rocío matutino que adornaba los claveles negros que había en nuestro balcón.

—Ven conmigo —exigió, tendiéndome la mano.

Hice un esfuerzo por seguirle el ritmo, lo justo para poder alcanzarle y unir sus cálidos dedos con los míos.

Su tacto era delicioso. Era agradable sentirlo tan pegado a mí con simples gestos como aquel, porque así era capaz de transmitir lo que no podía con sus palabras. Era tierno, se preocupaba y sabía perfectamente que necesitaba, de alguna forma, mostrar su recóndito cariño.

Hacía veinte minutos que César Laboureche, su padre, le había llamado, por primera vez en dos años.

La situación de Claudine había empeorado aquella noche y los médicos no pronosticaban que sobreviviera aquel veinticinco de octubre, razón suficiente para la que el cabeza de familia decidiera volver a contactar con su primogénito, dándole la oportunidad de despedirse del único miembro del clan de los Laboureche que seguía teniéndole el mínimo cariño.

Apreté su mano a la vez que intentaba mantener el perfecto equilibrio en mis tacones de catorce centímetros.

Era igual de alta que él en aquellas circunstancias, pero sus piernas eran mucho más largas y tenían más estabilidad, recorriendo con firmeza aquel fantasmal pasillo de hospital.

—Entra conmigo, por favor —suplicó, llegando a la puerta de la habitación señalada como la de Claudine Laboureche, la que un día fue mi jefa.

Asentí con la cabeza, porque sabía lo importante que era aquello para él.

No fuimos ninguno de los dos el que abrió la puerta, a pesar de que Jonhyuck ya había colocado la mano sobre el pomo.

Narciso quedó cara cara con su hermano, siete meses mayor que él, el heredero de la fortuna de su familia y al que había jodido durante toda su vida por aquello mismo.

Su mirada reparó en la forma en la que los largos y delicados dedos de Jonhyuck se entrelazaban con los míos y luego en mí, fijando sus oscuros ojos llenos de tristeza en mí.

Habían sido pocas las veces en las que alguien me había observado de una forma tan desgarradora como aquella.  Era como si estuvieran intentando arrancarle su alma dolorosamente, pero tuviera la obligación de mantenerse firme, elegante y sereno, enfundado en un traje que no quería llevar y obligado a estar en un lugar en el que no podía mostrar su más profundo dolor.

Observé todas las facciones tensas de su rostro durante un par de segundos, intentando encontrar algo que decir, porque, por primera vez en mucho tiempo, había conseguido quedarme sin palabras.

Sentí la mano de Jonhyuck apretarme un poco más y no tardé en darme cuenta de que él también estaba allí, intentando mirar por encima del hombro lo que ocurría en la habitación del hospital.

—Ella no puede entrar —dijo Narciso, volviendo la mirada a su hermano.

—No eres quién para decidir —expuso Jonhyuck, sujetándome con fuerza para que no se me ocurriera huir. No iba a hacerlo.

—Sí lo soy y papá también. Ella es la razón por la que Claudine lleve tres meses en esa cama y los últimos dos años sumida en una depresión que va a acabar con ella. Es su culpa —siseó Narciso, echándome una breve mirada que intuí que quería ser de odio, pero solo pude ver el dolor en sus ojos.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora