Capítulo treinta y cuatro

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Destacar por mis increíbles trajes de pasarela era mi pasión.

Era como si, al entrar en aquel edificio lleno de gente tan relevante en el mundo de la moda, lo hiciera a cámara lenta, pisando con fuerza el suelo bajo mis tacones y haciendo ondear mi vestido negro cut out de corte asimétrico, respetando el luto que se me exigía.

Tenía la mano entrelazada con la de Jonhyuck para acentuar la importancia de mi llegada, llamando la atención de todo aquel con el que nos habíamos cruzado.

Vi a César pellizcarse el puente de la nariz al vernos llegar cogidos de la mano, pero tan solo suspiró cuando nos detuvimos frente a él.

Miró de arriba abajo a su hijo y luego le echó un rápido vistazo al corte a la altura de las costillas derechas de mi vestido, chasqueando la lengua con desaprobación.

—Espero que no vayas a interrumpir la reunión con tus tonterías, Agathe —dijo César, cruzándose de brazos.

No respondí, pero sí que solté a Jonhyuck, permitiéndole adelantarse en el ascensor, ignorando a su padre tanto como lo hice yo.

Subimos al onceavo piso del edificio, directamente hacia la sala de juntas, y ni el guardia de seguridad ni el rostro cabreado de Narciso junto a él fueron impedimento para Jonhyuck para adentrarse en lo que, por derecho, era su edificio.

Le seguí con la cabeza en alto, dándome el lujo de golpear ligeramente con el hombro de mi máximo rival en aquel momento, que tuvo que dar un paso atrás a la vez que gruñía para dejarme pasar sin ningún otro incidente.

No le permití ver la incipiente sonrisa que se dibujaba en mi rostro por su incomodidad, pero, cuando se colocó detrás de mí para seguirnos hacia la sala al final del pasillo, hice ondear mi cabello perfumado para irritarle en cierta forma.

Tomamos asiento una vez llegados a la sala de reuniones. Ya estaban los diferentes jefes de departamento colocados en su lugar asignado, dejando tres sitios vacíos: el que presidía la mesa ovalada, uno a su izquierda y otro a su derecha.

No me sorprendió ver que no había sitio para mí, así que yo misma agarré uno de los majestuosos sillones que había en dos de las esquinas de la inmensa sala y lo arrastré hasta la otra punta de la mesa, frente a Jonhyuck, quien ya se había sentado y, como los demás, me observaba con atención.

Narciso me dedicó una mueca de asco antes de aclararse la garganta y dirigirse a su hermano, sin prestarme más de un minuto de atención.

—¿A qué se debe esta inesperada y repentina reunión, señor Laboureche?

Jonhyuck arrugó la nariz, en señal de desaprobación.

—Soy tu hermano, Narciso. No hay necesidad de que te burles de mí al llamarme por nuestro apellido.

—Oh, no estaba seguro, mi señor —se apresuró a responder, bajando la cabeza a modo de reverencia.

César hizo rodar sus ojos y apoyó por completo su espalda en la silla, intentando no intervenir en las infantiles discusiones de su hijo menor.

Jonhyuck parpadeó lentamente y repetidas veces hacia Narciso, totalmente impasible. Hacía veintisiete años que le conocía y, desde luego, estaba acostumbrado a él.

—Buenos días a todos —dijo mi compañero, dirigiendo su mirada hacia ambos lados de la mesa—. Como ya debéis saber, mi nombre es Narcisse Jonhyuck y soy el nuevo dueño de Laboureche por deseo explícito de Claudine.

Oí algunos murmullos, pero nadie respondió en voz alta.

—Bien —dijo Jonhyuck, haciendo una señal con dos dedos hacia un joven que se encontraba a mi izquierda, quien se levantó rápidamente—. Armand, por favor, recuérdame los nombres de los siete miembros del consejo.

Tu querida AgatheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora