15 - Paralyzed

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De cómo desafiar a Jiang Cheng y sus desastrosas (o maravillosas) consecuencias.

Tan incapaz de contener un gemido agudo como de darle esa satisfacción a Jiang Cheng, Jin GuangYao clavó los dientes en su hombro hasta obtener en el paladar la invasión del sabor metálico de la sangre. El joven maestro del Muelle del Loto gruñó en respuesta, pero ni se quejó ni le mandó que se detuviese. Acabaría aquella noche lleno de heridas, de marcas cortesía sobre todo del cultivador jefe, pero poco le importaba. Nunca solían molestarle, siempre y cuando no se viesen demasiado. No quería preguntas incómodas en reuniones con otros líderes de secta metomentodo, pero lo tenían como parte de su acuerdo a cuatro, así que en realidad no había mayor problema. Le gustaban, y bastante. A todos ellos, en realidad, los cuatro poseían una curiosa tendencia a marcar y dejarse marcar. Esas señales que quedaban en sus pieles las considerarían, después de todo, una buena recompensa. Cicatrices de guerra, rastros que demostrarían como se había hecho perder la cabeza los unos a los otros. Para el líder Jiang, los rastros de los dientes de Jin GuangYao eran igual de bellos —al menos en su particular forma de percibir el amor— que los pequeños hematomas causados por los dedos de Nie MingJue al clavarse sin piedad en sus caderas y apretar hasta que gemía solo por el impacto. Así pensaría también sobre los cientos de arañazos, líneas carmesí algunas más profundas que otras, que decoraban su espalda. Así las disfrutaría todas. Hermosas cicatrices de las que podría enorgullecerse en privado al mirarse al espejo y contemplar el cuadro que sus amantes le habían dibujado en la piel.

A pesar de lo impredecible y lo voluble de su temperamento, Jiang WanYin sabía cuándo ser paciente. No despuntó como estratega durante la Campaña para Derribar al Sol solo por ser un demonio luchando, después de todo. Jin GuangYao le mordía para contenerse, sí, pero en aquella noche tan particular se había propuesto oírle gritar. Lo sentía por Lan XiChen, que dormía en la cama a no demasiados metros de ellos, pero tendría que importunarle. Con su objetivo en mente tan claro como las aguas cristalinas de Yunmeng, esperó. Siguió moviéndose en su interior, acompasando las caderas al son que Nie MingJue le marcaba entre respiraciones pesadas y embestidas aún más abrumadoras. La verdad sea dicha, tener a ChiFeng-Zun penetrándole hacía un tanto más difícil su trabajo, pero le gustaba pensar que siempre había sido bueno sobreponiéndose a situaciones difíciles. Sobrevivió a su infancia, después de todo. Algo bueno deberían haberle dejado los estridentes gritos de su madre, sobre todo en forma de perseverancia y tenacidad.

Viendo —creyendo de una manera no del todo acertada, mejor dicho— que Jiang Cheng había pasado a un ritmo más pasivo, demasiado perdido en los ataques de Nie MingJue como para continuar su propia tortura, Jin GuangYao dejó que su cabeza cayera sobre los almohadones del diván, jadeante. La torsión en el ángulo de su espalda se relajó y su cuello echado hacia atrás quedó libre para Jiang WanYin, para que se inclinara y lo marcara a gusto mientras los tres hacían girar las caderas al unísono. El cultivador jefe envolvía brazos y piernas en torno a su cuerpo, a veces acariciados por cierto guerrero y otras veces solo yaciendo allí, ignorados. Los tensó ambos y clavó de nuevo las uñas en su piel, arañando cuando Jiang Cheng retomó ese ritmo cruel, esa puntería tan precisa que solo tenía como objetivo hacerle correrse sin ser tocado. Debajo, bajo el influjo de sus labios y su miembro, lloriqueó y se tensó, desesperado. Apretaba los muslos alrededor de sus caderas como si con ello pudiese lograr algo. Si aguantar más o correrse antes, eso podría no estar del todo claro ni siquiera para él mismo. El líder más joven todavía tenía los labios apoyados sobre sus clavículas cuando sonrió. Besó el dorso de su cuello y continuó embistiendo antes de verse obligado a llevar la boca hacia la ajena, atraído en un beso húmedo y desastroso. Jin GuangYao intentaba por todos los medios morderle, obligarle a ceder a su voluntad, a su placer. Pero Jiang Cheng no se sometía como tantas otras veces había hecho, no. Esta vez no le permitía tomar las riendas. Esta vez, llevaba el mando... casi por entero.

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