9 - Tie me up

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Prefería no decírselo, no a la cara, pero a él también lo disfrutaba cuando se ponían imaginativos.

-Esta es fácil, ¿no, A-Cheng?

Jin GuangYao no obtuvo de su joven amante sometido ninguna respuesta inmediata, no más allá de un gruñido ahogado y el deseo denegado de morderle. Tampoco la esperaba. Al fin y al cabo, para el desdichado Jiang Cheng ya no había tal cosa como "fácil". No durante lo que le restaba de noche, por lo menos. A su alrededor, todo eran sensaciones, a cada cual más sofocante y desquiciada. Se mezclaban unas con otras y con las de más allá, derritiéndose en su cuerpo como el receptáculo perfecto. El líder del Loto mordió su labio inferior, ahogando en él un necesitado quejido. Para cuando la noche llegase a su fatídico término, sangrarían, lo sabía. Estaba seguro de que los roces ya le habían abierto un par de heridas, pero lo que no alcanzaba a discernir era quién las lamía, si XiChen o MingJue.

El delicado tacto de una pluma recorrió su columna vertebral, desde la más alta de sus cervicales hasta atinar a perderse entre sus muslos redondeados. Le siguió un escalofrío más de anticipación que de placer. Una mano de dedos finos, tan elegantes como peligrosos, rozó uno de sus pezones, ya rojo desde hacía un buen rato. No lo pellizcó. Como la pluma, fue solo una caricia alrededor de la aureola. La risa de Lan XiChen al notar su cuerpo tensarse y ver como esas dos pequeñas protuberancias se tornaban erectas se hizo presente. En respuesta, Jiang Cheng emitió solo un gemido, uno que precedía al nombre que debía pronunciar. Si acertaba cinco seguidos, se libraría de aquella tortura. Llevaba cuatro. Las palmas de las manos le sudaban al agarrarse a la argolla metálica que lo mantenía erguido, su única aliada y al mismo tiempo una notable enemiga. Sentía los brazos agarrotados, culpa del tiempo que llevaba en aquella posición. Sin embargo, y contra todo pronóstico, disfrutaba del ligero ardor en sus músculos, muestra de lo sencillo que podía llegar a resultar ceder el control y al mismo tiempo recordatorio de que le quedaba poco para poder recuperarlo. Salivaba  en nombre del anhelo, de las ganas de liberarse y poner en su misma posición al bastardo de Jin GuangYao, como siempre culpable de sus desgracias más morbosas.

-Yao... Yao-gege.

El nombre salió de sus labios como una exhalación. Sin embargo, los índices que daban vueltas alrededor de sus aureolas nunca se detuvieron. No al menos hasta que no pronunció la última sílaba. Entonces se tensaron. Le pellizcaron con fuerza, casi retorciendo la hipersensibilizada carne, clavando las uñas hasta hacerle chillar del exquisito dolor. 

Solo a esos tres podría confiarles su particular forma de masoquismo y nunca arrepentirse.

-Oh, mi dulce A-Cheng, mi precioso A-Cheng. -Susurró el cultivador jefe, porque ese sin duda era él y no el hombre a su espalda, mientras arrancaba un beso de sus boquita irritada-. Mi equivocado A-Cheng... vuelta a empezar.

Jiang WanYin no necesitaba verle —a ninguno de los tres en realidad— para saber que estaban sonriendo como los malnacidos que eran. Menos mal, porque en realidad tampoco podía. Un antifaz de seda tan fino como impenetrable cubría sus ojos. Lo volvía todo negro gracias a cierto hechizo que llevaba bordado, anulaba su vista y le dejaba a merced del tacto de todos y cada uno de sus nervios sobreestimulados. Era un complemento, una forma más de anularle a la que había accedido de buen grado. Como a la cuerda que aprisionaba sus muñecas, el complicado entramado de fibra roja que se amarraba a su pecho en un enrevesado brocado o el que constreñía sus muslos hasta las rodillas. En realidad, solo el de sus brazos era útil. La única cuerda que lo mantenía inmovilizado, casi tirando de la argolla metálica que colgaba del techo pero con las rodillas todavía apoyadas en la cama, era la de sus brazos. Las otras no eran más que por disfrute de los tres venerables, el impecable trabajo manual de Nie MingJue, que en la intimidad se entregaba a sus propias artes plásticas. Un poco distinto a pintar abanicos, sí, pero Jiang Cheng había sido incapaz de dejar de temblar y suspirar bajo la sensación de ser atado, bajo la belleza en la que se convirtió su propia imagen como prisionero de la Venerable Tríada.

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