Epílogo

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Una semana pasó desde que desperté del coma. Una semana en la que me mantenían en constante observación, asegurándose de que respondiera de manera positiva a todos los estímulos que recibía del exterior.

Se aseguraron de que mi sentido de orientación espaciotemporal estuviera bien, también estuvieron pendientes de mi evolución motriz: si podía comer solo, si era capaz de formular frases con sentido, que supiera mover los dedos de los pies, que todo reaccionara de manera normal. Una vez que todo estuvo fuera de peligro, me comentarios que me iban a trasladar de una habitación en la UCI a una habitación compartida, pero que todavía no podía dejar el hospital hasta que fuera seguro para mí.

Me dijeron que tenía un avance excelente, y que no parecía haber secuelas en mi cerebro. También me preguntaron qué creía que había ocasionado el coma.

No lo sabía.

Lo último que recordaba era irme a dormir con un dolor de cabeza terrible, que pulsaba desde todas las direcciones. Esa noche, en un intento para calmar el dolor, había tomado dos pastillas analgésicas y una para dormir, nada fuera de lo ordinario a mi parecer.

No recordaba nada más.

Me había despertado con la sensación de que te estás cayendo, muy común cuando uno está soñando, sólo para darme cuenta de que estaba en una habitación de hospital conectado a diversos aparatos y con mis padres a mi lado. Mi madre había estado llorando. Lo que para mí había sido una noche de un sueño muy profundo y pesado, para mi familia había sido días y días de agónica espera, pidiendo por mi recuperación.

Anoche me habían movido de habitación, pero la cama a mi lado estaba vacía, así que no tenía todavía un compañero con quien hablar y pasar el tiempo. Tampoco es como que me importara mucho. Cuando uno está en esta situación lo último que le apetece es lidiar con una persona desconocida.

La enfermera entró como mi desayuno a la habitación, me dio los buenos días y me preguntó si había dormido bien.

Asentí. La verdad era que la atención en este hospital era maravillosa y mi médico de cabecera era muy bueno en su trabajo, nada de lo que tenía conectado me molestaba y la cama era bastante cómoda para ser una de hospital. Ahora, con respecto a la comida... estaba buscando una buena excusa para no comer de inmediato el caldo insípido que tenía en frente. Abrí la boca para pedirle algo más de comer a la enfermera, cuando la puerta de mi habitación se abrió y por ella entró una camilla empujada por dos enfermeros: uno a cada lado. Venían escoltados por dos doctores, una pareja, y se veían muy preocupados, los seguía mi médico de cabecera y por un segundo pensé que venía a verme a mí.

—¿Mi hija no puede ir a una habitación más privada? —le preguntó la mujer—. Debe haber algo vacío para ella.

Mi médico negó con la cabeza.

—Sebastian está aquí solo desde anoche y no tiene ninguna enfermedad contagiosa, solo está recuperándose del coma del que acaba de salir, no representa ningún peligro para ella —le contestó a la mujer, al tiempo que los enfermeros alzaban a la chica de la camilla y la depositaban con delicadeza sobre la cama que tenía al lado.

Traía el pelo castaño oscuro desordenado, enmarañado, su piel estaba más pálida de lo normal y sus labios lucían agrietados, parecía inconsciente. Era obvio que ella la había pasado peor que yo. Me fijé, con disimulo mientras tomaba mi sopa como quien no quiere la cosa, que traía sus dos antebrazos cubiertos de vendas, se veían nuevas, como si se las hubieran cambiado recientemente.

—Se recuperará, no perdió la suficiente sangre como para necesitar una transfusión, pero sí para estar unos días en el hospital con los cuidados necesarios para que su cuerpo tenga las fuerzas suficientes —explicó mi doctor—, pero estoy seguro de que ustedes ya saben eso. Sebastian es un buen muchacho, su compañía no le va a sentar mal. Ella despertará en unas horas, mientras tanto, ¿qué les parece si les termino de explicar las cosas afuera y dejamos a mi paciente desayunar tranquilo?

La pareja de doctores asintió, se podía ver la preocupación en sus ojos.

—Cuida bien de mi hija, por favor —me pidió la madre, con un hilo de voz. El padre parecía aún más afectado, no dijo nada y guio a su mujer afuera de la habitación luciendo todo el tiempo el ceño fruncido y el rostro en una mueca en la que me pareció ver la sombra del llanto.

Mi compañera no despertó hasta después de mi almuerzo. La luz del sol se colaba por la ventana, supe distinguir el momento del día como "la hora dorada" y me extrañé un poco ante ese pensamiento, ¿de dónde sabía eso yo? Lo reconocía, sabía que así se le decía, pero no me acoraba de haberlo investigado o leído en ninguna parte.

Ella se había despertado en medio de gruñidos de desconcierto, vio a su alrededor, vio sus brazos y se echó a llorar con fuerza. Parecía rota, acabada, no sabía qué le ocurría, pero su tristeza era palpable en el ambiente. Escondió el rostro entre las manos, su pecho subía y bajaba con fiereza, gracias a la fuerza de su llanto. Tenía la impresión de que no se había percatado de mi presencia, así que tomé una profunda respiración y la llamé.

—Hey —dije, tan alto como para que pudiera oírme entre sus lamentos.

Su llanto se detuvo de inmediato, como si mi voz fuera un balde de agua helada y ella un gato que acababa de recibir todo el líquido. Clavó su mirada en mí y mi corazón revoloteó un poco en mi pecho. Aunque estaban rojos y llenos de lágrimas, la chica tenía la mirada más hermosa que había visto en mi vida, me envolvió de inmediato y me atrajo hacia ella como si fuera un imán. Ninguna mujer me había descolocado de la manera en la que esa desconocida lo acababa de hacer, como si hubiera firmado una sentencia de por vida que la incluían a ella y a sus ojos.

Tragué saliva, recomponiéndome a las emociones que daban vueltas en mi cabeza.

—Todo va a estar bien, ya verás —intenté reconfortarla, se veía tan frágil que me provocaba rodearla con los brazos y no soltarla jamás. No entendía por qué de repente me sentía así, pero no quería luchar contra el sentimiento. Le sonreí, dispuesto a presentarme y entablar una charla con ella—, me llamo Sebastian, ¿y tú?

La chica se humedeció los labios con la punta de la lengua antes de contestar, se notaba en su mirada la desconfianza de hablar con un desconocido, pero esperaba que la hiciera a un lado y hablara conmigo.

—Hola —me dijo, su voz sonaba ronca, de seguro de tanto esforzar su garganta al llorar—. Me llamo Lisis.

¿Fin?

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