33. Esa chica, sumergida en dolor

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El sentimiento que me dominaba no podía ser otro más que el de melancolía, extrañeza y desespero. Algo me faltaba, ¿pero qué? No lo sabía, no entendía, me encontraba perdida dentro de mis propios pensamientos. Solo sabía que estábamos a mediados de diciembre, que la universidad había terminado y que ahora tenía todo el tiempo libre para sumergirme en mi dolor.

Lo peor eran las pesadillas.

A veces me despertaba gritando, a veces solo me sobresaltaba, falta de aire, sudando.

Caminaba por la casa como un alma en pena, pero no podía evitarlo, sentía que cargaba con un gran peso a mis espaldas. Algo, ¿alguien? Me hacía falta en mi vida. Algo... alguien, tenía que estar a mi lado y no lo estaba. ¿Tal vez algún familiar se había muerto y no lo recordaba? No importaba cuantas teorías hiciera al respecto, no podía recordar el origen de mi tristeza.

La comida no me sabía a nada, las películas y series no me entretenían, mis padres buscaban la manera de distraerme, pero no lo lograban. Nada lo lograba. Al mirar por la ventana de mi habitación hacía un esfuerzo enorme para mirar las personas en la calle, tan pequeñas, nomas porque tenía la estúpida sensación de qué, tal vez, y si tenía suerte, podría llegar a encontrarme con la personas que le hacia falta a mi vida. Estaba allí afuera, yo lo sabía, muy en el fondo lo sabía. Pero no tenía fuerzas para salir a buscarla.

El primer día fue el más extraño de todos, me desperté en mi cama, sudando, con lágrimas corriendo por mis mejillas. Había estado llorando en sueños, ¿pero por qué? No lo recordaba. No recordaba haberme quedado dormida siquiera. ¿Qué había estado haciendo el día anterior? La cabeza me palpitaba solo tratando de recordar, imágenes borrosas pasaban por mi mente. Solo podía enfocar una hamburguesa y una calle de piedras: había ido a caminar al centro de la ciudad.

Siete días después todavía seguía con miles de preguntas en la cabeza. Mis padres, asustados, me llevaron al hospital a que me revisara uno de sus amigos. Me diagnosticaron amnesia lacunar. Mi psicóloga quiso aumentar las visitas a mi casa de una a tres veces a la semana, ya la había visto dos veces, y mañana sería la tercera.

Quería llorar.

No podía salir de mi cama, no ahora que la universidad había terminado y sólo me quedaba recibir las notas finales, ¿cómo me había terminado de ir? No recordaba nada de este semestre, así que esperaba que esa Lisis lo hubiera hecho bien, me tenía que ir a estudiar al extranjero. Una punzada de dolor se posó en mi pecho cuando pensé en dejar atrás mi ciudad y aventurarme a un país extraño, no quería ir, no si estaba tan incompleta.

En la noche número siete de estarme sintiendo así, tuve una pesadilla: estaba caminando por un callejón de paredes altas, muy altas, que por más que mirara hacia arriba, no lograba encontrar el final. Sentía que se cerraban sobre mí, aprisionándome cada vez más. Yo corría. Corría porque tenía que encontrar el final antes de que las paredes me hicieran mermelada. Cada vez el corredor era más estrecho, al punto que tenía que moverme de lado, como un cangrejo, con los brazos un poco levantado a cada extremo de mi cuerpo. Por algún motivo, no corría lo suficientemente rápido, no lograba llegar al final. El desespero subía por mi pecho, y lo veía: una figura parada al final del callejón. Las paredes ya me apretaban el pecho, y moverme era cada vez más difícil. La figura era alta, masculina, y tendía su mano para sacarme de allí... yo estiré la mía, dispuesta a aceptar su ayuda, y cuando estaba a punto de tomarla, las paredes se terminaban de cerrar. Desperté gritando el intento de un nombre, pero nada salía de mi boca, ¿a quien buscaba?

La madrugada del día ocho, no pude aguantar más el dolor.

El reloj marcaba un cuarto para las cuatro de la mañana, el cielo estaba cubierto por una espesa capas de nubes y yo sentía que el aire me estaba faltando cada vez más. Sentía cómo todo me incomodaba, la cabeza no dejaba de darme vueltas, las lágrimas me picaban en las esquinas de los ojos con fuerza y la garganta me ardía del nudo que andaba cargando. Con mucho cuidado me paré de la cama, no quería despertar a mis padres si hacía mucho ruido, y me dirigí a mi mesa de trabajo, ahí tenía muchas cosas que me habían ayudado a lo largo de mi carrera: pinturas, pinceles, reglas y tijeras. Revolqué todo, ninguna de esas cosas era lo que estaba buscando. Saqué una cartuchera vieja que no usaba desde quinto semestre y busqué en su interior: lo había encontrado. En mis manos tenía un cutter algo usado, pero funcional.

El vacío que sentía en ese momento no me permitió dudar.

Corté la cuchilla para que se fuera la parte gastada, dejando una punta nueva y filosa. Miré hacia la puerta de mi habitación, todavía estaba a tiempo de arrepentirme, de dejar todo a un lado y acostarme de nuevo a intentar dormir.

No podía.

Tenía un dolor en el corazón que no me dejaba avanzar, no encontraba en mí misma las respuestas que necesitaba. Estaba mal. Necesitaba ayuda, pero nadie podía dármela. Desde mi perspectiva lo único que me esperaba era una espiral honda de dolor y confusión. Podría sonar egoísta, cobarde o débil, pero no me importaba. Era yo y sólo yo la única que estaba lidiando con esta pesadez, así que me correspondía a mí misma el decidir cómo quería terminar con ella.

Estaba drenada de todo motivo, de toda felicidad. Mis noches eran una tortura y mis días se basaban en sobrevivir, en actuar como un piloto automático para no preocupar más a los demás, y ni eso pude lograr hacer bien. Si ya lo había intentado, ¿por qué tenía que seguir? Lo encontraba absurdo. No necesitaba ayuda, no necesitaba motivación ni palabras de aliento... necesitaba que me dejaran elegir, que me dejaran ser libre a mí manera.

Tomé mi celular y marqué el número de mi psicóloga. Ella contestó al tercer timbrazo.

—¿Lisis?, ¿pasó algo? —la escuché preguntar.

—Gracias por todo lo que hizo por mí.

—¿Lisis? Son las cuatro de la mañana, ¿qué está pasando?, ¿necesitas ayu-? —Corté la llamada antes de que siguiera hablando.

Sabía que estaba tomando la mejor decisión.

Me dejé caer a un lado de la cama, apoyé la espalda contra la misma y quedé mirando a la ventana. Era una noche sin luna. Pronto iba a ser una noche sin Lisis. Cerré los ojos cuando sentí la punta del metal tocarme la piel de la muñeca. Una parte de mí ya había muerto de todas formas, yo solo estaba corrigiendo lo que faltaba.

 Una parte de mí ya había muerto de todas formas, yo solo estaba corrigiendo lo que faltaba

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Próximo capítulo: Epílogo.

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