30. Esa chica, en el ojo del huracán

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De todas las veces que había estado allí, esa era la más difícil de todas.

Ya no tenía el nerviosismo de la primera vez que lo vi, ni el dolor en pecho al verlo inconsciente, ni siquiera me quemaba el alma como la vez que vi a Bianca besándolo. Ahora era un vacío helado, desesperanzador. Aquella sensación de ver un túnel negro y frío delante tuyo y saber que, sí o sí, tienes que sumergirte en él. Más o menos así se sentían los pasillos por los que iba caminando en ese momento: como túneles infinitos que conducían a uno de mis más grandes miedos.

Llevaba a Sebastian abrazado contra mi pecho, y él venía abrazado a mí, con su carita de felpa escondida entre mi nuca y mi pelo, como si fuera un niño pequeño que no quiere mirar el sitio por el que está pasando.

—Creo que después de que esto termine voy a tener un trauma con los hospitales —intentó bromear.

—Creo que no vas a ser el único —le respondí, ya me sentía mareada por el olor de los antisépticos y sentía que las paredes se cerraban sobre mí.

Por fin pude llegar a la habitación de Sebastian, una enfermera me permitió entrar y, luego de darme las mismas indicaciones de siempre, se fue, no sin antes preguntarme sobre mi tobillo lastimado, ya que resultaba que había sido la misma que me había ayudado con aquel problema. Una vez que le dije que me encontraba estupenda, la enfermera cerró la puerta al salir y no volvió a molestarme en todo el tiempo que estuve allí.

Me sorprendió el hecho de que todo en esa habitación fuera tan estático, cada vez que iba a visitar a Sebastian, la imagen que recibía a mis ojos parecía ser un cuadro pintado: las máquinas pitando, puestas en su sitio, el sillón incómodo en el que me tenía que sentar cuando ya llevaba mucho tiempo de pie y me empezaba a sentir cansada... y el cuerpo inerte del hombre al que amaba, atrapado en una camilla pequeña de hospital, solo. Ahora tenía el cabello más largo que la primera vez que lo vi, pero aparte de eso, nada parecía haber cambiado.

—Siento que voy a estar así por mucho, muchísimo tiempo —me dijo Sebastian, rompiendo el silencio que siempre había estado presente en la habitación.

—Claro que no —le respondí—, todo va a salir bien.

Ese había sido mi mantra los últimos días. Todo iba a salir bien, y me lo repetiría cada vez que necesitara escucharlo.

Sebastian me pidió que lo bajara de mis brazos y que lo pusiera sobre la camilla, así que lo obedecí. No había manera de que pudiera negarme a aquella petición. El osito se paseó por todo el lateral de su cuerpo humano, se dirigió por su hombro derecho hasta su cabeza y, desde allí, se quedó observándose a sí mismo.

—A veces se me olvida lo que es ser un humano —susurró. Sentí que Sebastian estaba compartiendo un pensamiento muy íntimo conmigo, así que decidí no decirle nada, no quería arruinar el momento de sinceridad que estaba teniendo—. No dura mucho, ¿sabes? Es sólo que en ocasiones he estado charlando contigo sobre tu hombro, o me he tenido que quedar quieto cuando alguno de tus padres entra a tu habitación a hablar contigo y... se ha sentido tan natural. Al principio resultaba complicado, incluso tedioso, pero con el paso del tiempo me he ido acostumbrando a ser un oso de peluche. Tu oso de peluche.

Fruncí los labios, sabía qué me quería decir Sebastian con esto, pero estaba en total desacuerdo.

—No te vas a quedar atrapado en mi oso de peluche —le contesté, con firmeza. Quería que lo entendiera, porque desde hace unos días había estado percibiendo un poco de resignación de su parte—, no voy a dejar que eso ocurra. Volverás a ser como antes, Sebastian.

—No lo sabemos —respondió, dejándose caer para poder sentarse en un borde de almohada que estaba libre.

—No quiero seguir atormentándome más —le confesé, acercándome un poco más a Sebastian—, han sido muchas emociones las que he llegado a sentir en muy poco tiempo. Atesoro los momentos que comparto a tu lado, créeme que sí, pero los cambiaría todos si eso hace que no tengas que seguir pasando por esto.

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