Capítulo 35| El Ángel.

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EL ÁNGEL.

Maia se dejó caer de rodillas contra las baldosas de piedra, Jeremiel corrió al escuchar el golpe seco, dejándose caer a su lado y tomándola por los hombros antes de que su rostro se estampara contra el suelo. La rubia parecía exhausta, con su rostro rojo lleno de sudor, manchas de insolación en sus mejillas y la mirada ligeramente perdida bajo sus parpados que se abrían y cerraban.

Jeremiel creyó verla desmayarse contra su pecho, pero lo que en realidad sucedía era que ella, como un pequeño gatito ronroneante, se había acurrucado contra él; con las mejillas sudorosas contra su traje de combate y las manos hechas un puño contra el regazo.

—Maia... —intentó alzarla, pero ella negó de inmediato— ¿Qué sucede? ¿Te sientes mal? ¿Quieres algo de tomar? ¿Un poco de aire fresco o que llame a los chicos?

Maia volvió a negar, aferrándose con más fuerza a su pecho. Jeremiel parecía extrañamente activo, como si, haber regresado del infierno, hubiese sido una inyección de adrenalina a su cuerpo. A diferencia de Maia, su piel se encontraba viva, llena de color; y el brillo en sus ojos era altivo, tanto que, en un segundo intento, logró levantar el cuerpo de Maia desde el suelo, apoyándose por las rodillas y luego impulsándose de golpe hasta sostenerla por debajo de los brazos y las piernas.

Miró hacia el portal, se había cerrado por completo, dejando como única evidencia una mancha negra de humo por toda la pared de piedra. Parecía extraño, pensó Jeremiel, el como el cielo tenía un portal al infierno.

—J-Jeremiel —la voz entrecortada de Maia lo obligó a apartar la mirada de la pared y avanzar por las escaleras. La rubia parecía delirar— nunca me hagas daño, por favor. Nunca vuelvas a usar una espada en mi contra.

Se tensó. Pudo sentir como las palabras de Maia se habían cargado de dolor. Entonces los recordó: él ante Lucifer, él sosteniendo una espada contra su cuello, él cortándole la piel y un hilito de sangre recorriéndole. Jeremiel nunca antes se había puesto a pensar cuánto daño le había hecho a Maia en aquel momento, mucho menos le había preguntado por cómo se sintió cuando los abandonó en la celda haciéndoles creer que los había traicionado.

—Lo siento —murmuró, retomando el paso hasta llegar al pasillo lleno de luz. El tiempo en el infierno parecía ir lento, notó. Ya era tarde y tan solo habían durado una media hora desde que se fueron de buena mañana— prometo nunca más volver a hacerte daño.

El primer rostro conocido que miró tras recorrer todo el pasillo fue a Coco. La pequeña pelirroja se encontraba arrodillada, con las manos puestas sobre la nieve y un montoncito de ella en sus manos. Más allá, corriendo como un niño, se encontraba Suriel; quien se escondía entre los arboles mirando a Coco por lo lejos.

Jeremiel sonrió, y con un movimiento de manos llamó la atención del menor. Suriel, al captarlo, dejó su escondite y al montón de bolas de nieve que sostenía entre sus manos. Corrió lleno de prisa, levantando a Coco en el camino y trayéndola con él hasta el pasillo.

—¿Qué le ha hecho? —Suriel se acercó lo suficiente como para apartar los mechones rubios de Maia y acariciarle la mejilla sudorosa— ¿Está bien? —se regresó al pelinegro— ¿A caso le hizo daño? ¿Han luchado? ¡Lo dije, Jeremiel! ¡Dije que debieron llevarnos!

—Ella está bien —lo interrumpió Coco.

La repentina alteración de Suriel se reflejó en ella.

—Debió haberse conmocionado. Ir al infierno es un golpe duro para ella —contestó Jeremiel— la llevaré a la habitación. dejaré que duerma un poco, luego nos reuniremos. No se vayan muy largo, los buscaré cuando ella despierte.

LAGRIMAS #2✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora