Capítulo 12| Decisiones inoportunas.

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DECISIONES INOPORTUNAS.

Jeremiel sostuvo la navaja contra la palma de su mano, la línea gruesa de sangre negra y espesa le rodeó la muñeca, guiándose hasta su codo para luego salpicar sus zapatos. Presenciar dada realidad se le asemejó a un ataque de pánico y ansiedad: sintió como su pecho se cerraba, como entre tanto silencio su mente no dejaba de gritarle una y otra vez que toda la situación en la que se encontraba envuelto no era más que un error causado por él. Parecía ser que todo a su alrededor se movía muy rápido, dejándole botado en medio de la nada y con millones de sensaciones insistentes que lo obligaban a únicamente llorar.

Se sintió como un niño abandonado en el justo instante en que las lágrimas le rodearon las mejillas, uno niño incapaz de redimir sus errores y mucho menos de pensar en su futuro. El nudo en el pecho se fue soltando, y su mano, la que se sostenía con fuerza a la navaja, comenzó a temblar tanto que el retintinear del filo contra el suelo lo asustó.

Solo de esa manera levantó la mirada hacia el portal que se cerró de golpe, dejándole a la vista el gran bosque gobernado por nieve. Los pinos altos, frondosos y de copas verdes le remordieron el alma. Aquel era un lugar puro, bendito, capaz de sostenerse por la sangre que vivía en ella, pero incapaz de soportar que un demonio, de sangre impura, le pisara.

¿Hacía bien? ¿Tenía claro que aquella pequeña línea que lo dividía entre lo que debía hacer y no era tan delgada que traspasarla sería imposible de identificar? Su mente se convirtió en su peor enemiga, haciéndole creer pensamientos que no radicaban de él; mentiras que poco a poco se le impregnaban en el centro del pecho, haciéndole crecer emociones negativas e insistentes que perduraban en sus sistemas como el peor de los venenos.

Negó dos veces, borrando de golpe todo pensamiento pesimista. No podía hacer más, debía limpiarse la sangre, las lágrimas y enfrentar todo aquello por lo que había cruzado el portal al cielo. Ya no era un niño, ya no recordaba si existía recuerdo alguno de su niñez, en la cual le habían mentido. Ya no era ni sería un niño débil, no se lo permitiría por nada del universo.

Si la fuerza radicaba del él mismo, haría de la suya una fuente interminable. Podía cualquier otro fingirlo, Jeremiel no. Se cansó de los vacíos eternos, de los dolores de cabeza y las cosas que no encajaban, debía él mismo, por una necesidad más allá de la verdad, regresar el orden a su vida. El mismo que, sin su consentimiento, le fue arrebatado.

—Anunciaron la entrada de un impuro por el portal de los ángeles —Jeremiel se tensó, de espaldas al templo reconoció la voz. Pero aun así se sintió más culpable de lo debido, como si Keres, al pronunciar dichas palabras, lo acusara de un robo o asesinato—. Pero para mí la única sangre que ha cruzado es la pura.

—No hace falta fingir nada —contestó.

—No finjo —Keres avanzó a paso lento, imperturbable, hasta sentarse sobre un tronco caído, invitando a Jeremiel— sé quién eres, lo que sucede contigo y lo que has hecho por nosotros.

—Lo hice engañado.

—Y lo hubieras hecho de igual manera si hubieses sabido la verdad.

La afirmación del hombre paralizó a Jeremiel, podía sentir ese pequeño zumbido en su mente, al igual que el bombear de su corazón. Sabía que no mentía, podía afirmarlo de la misma manera en que afirmó la mentira de Collete. Tanto fue el impacto de sus palabras que la piel blanca del pelinegro se erizó, forzándolo a regresarse por el camino descubierto y sentarse al lado de Keres. La pequeña brisa, fresca e inundada de un olor a menta y moras, los recibió de golpe, invitándolos a sentir de la paz que les rodeaba.

— ¿Por qué lo dice con tanta determinación? —le cuestionó cabizbajo.

—La sangre no debería definirnos, mucho menos tacharnos por los hechos de los demás.

LAGRIMAS #2✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora