Capítulo 36| Paz.

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Paz.

Maia cerró los ojos, cansada. Los estragos del llanto le estaban pasando factura; haciendo que su cabeza doliera y la retina de sus ojos ardiera obligándola a parpadear con rapidez a cada que la brisa le daba contra el rostro. Junto a ello, se unía la sensación de que todo bajo ella se derrumbaba, como si se encontrara en una caía constante donde el vacío la consumía por completo.

Sabía que no era así, sabía que no caía, y que el baño a su alrededor no se destruía. Suspiró, dejando ir todo el estrés de sus hombros para hundirse un poco en la bañera. Abrió los ojos cuando alguien le lavó el cabello: el jabón escurriéndosele por el perfil del rostro, dedos largos y firmes tallándole con suavidad el cuerpo cabelludo y un par de ojos bicolores cuando levantó la mirada.

Jeremiel le sonrió, y con la misma dulzura hundió las manos en el agua de la bañera hasta dar con el brazo de Maia. Le restregó el cuerpo en silencio, le enjuagó el cabello y dejó que toda el agua se vaciara de la bañera para luego arroparla con una toalla, como a un niño, y alzarla sobre entre sus brazos hasta dejarla sobre la cama.

—¿Pensando? —cuestionó él.

El pelinegro recorrió toda la habitación, rebuscando entre los cajones de cemento prenda alguna que le sirviera a Maia. Ella, desde la cama y acurrucada entre la tolla, pensó en que Jeremiel se veía más cansado de lo normal; con los hombros hundidos, el rostro sumido en un gesto serio y los pasos perdidos. No era el Jeremiel que había ido al infierno, mucho menos el que le había repetido una y otra vez que nunca lo dejaría.

Era un Jeremiel golpeado por la verdad, arrastrado por la vida y criado bajo una mentira. Maia se preguntó si Jeremiel, siendo humano, sería feliz. ¿Jugaría al baloncesto como ella alguna vez lo había hecho? ¿Se habría enamorado de otra chica, de un chico o quizá lo hubiese dejado pasar? Sintió un nudo estancársele en la garganta. Sería egoísta, muy egoísta en nunca haber querido conocerlo si eso significaba que él nunca sufriría.

—Maia, no —Jeremiel se detuvo frente a ella, con las manos hechas un puño sobre la camisa y el pantalón de chándal que llevaba para ella— no sigas pensando, déjalo. Tan solo déjalo. Haz como si nunca hubiese sucedido, tan solo un instante, por favor. Seamos solo tú y yo un instante. Nadie más.

La rubia asintió. Con una sonrisa desplegándose en su rostro se tragó el nudo en su garganta y permitió que Jeremiel la vistiera. Prenda por prenda él le rozó la piel; toques suaves, casi tan cuidadosos que ella sintió una ternura descomunal desarmándole el cuerpo y volviéndolo a armar. Para cuando Jeremiel acabó, ella se ató una coleta en lo alto de su cabello, dejándose caer sobre el colchón, donde él la acurrucó contra su pecho, enredando las piernas por sobre su cintura y dándole pequeños besos en las mejillas.

Maia sonrió, moviéndose lo suficiente para que los cortos besos terminaran sobre su boca.

—¿Qué viste cuando cruzamos la dimensión de Castriel? —cuestionó ella, acurrucándose aún más contra él.

Jeremiel suspiró.

—Me vi en medio de la calle, el rostro lleno de sangre, la noche sobre mi cabeza y la espalda ardiéndome —contestó— me vi suplicando ayuda, sin que nadie me escuchara. Pero entonces saliste tú, con un arma en la mano y yo me desmallé, porque sabría que me llevarías hasta tu casa y... ya sabes, sucedería lo que ya sucedió.

Se detuvo, Maia creyó que no seguiría hasta que elevó su mirada y la centró en las dos perlas brillantes que él tenía por ojos.

—Entonces desperté y no estabas, y yo seguía en la calle, muriendo —continuó melancólico— según Castriel, da lo que uno más desea en esta vida. Pero también lo quita, Maia. Entendí que Castriel también es capaz de quitar lo que más se desea en esta vida.

LAGRIMAS #2✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora